Hay algo hipnótico en los paisajes aislados. Tal vez porque el peligro no necesita llegar: ya está ahí, quieto, esperando. En sus primeros minutos, Alaska: La Última Frontera ofrece lo que promete: un avión que se estrella en la nieve, un sheriff que no quiere volver a ser quien fue, un grupo de convictos que escapan hacia el bosque. Sam Hargrave dirige el piloto con precisión matemática: fuego, metal, cuerpos que caen y una sensación de vértigo que parece anunciar algo importante. Lo que sigue es una serie que intenta sostener la adrenalina inicial durante diez episodios y termina agotada por su propio entusiasmo.
El sheriff local, Frank Remnick (Jason Clarke), es un hombre con pasado oscuro, la mirada cansada y un sentido del deber tan antiguo que parece patológico. Vive en Fairbanks, un pueblo detenido en la frontera entre el hielo y la resignación. A su alrededor, la vida es una agradable rutina, interrumpida por los criminales fugados del avión caído, que convierten el silencio blanco en un campo de caza.
A partir de ahí, Alaska: La Última Frontera adopta la forma del thriller clásico: fugitivos, persecuciones, secuestros, capturas, muertes. Pero debajo de ese esquema late algo más: la ambición de convertir el paisaje en protagonista, como si la nieve tuviera memoria y el frío guardara una moral propia.
Hay una segunda línea argumental: la de la agente Sidney Scofield (Haley Bennett), y su vínculo con uno de los fugitivos, Havlock (Dominic Cooper), ex CIA convertido en enemigo público. Lo que podría ser un contrapunto –la intriga política frente al drama rural– termina siendo un obstáculo narrativo. Cada vez que La Última Frontera regresa a las oficinas en Langley, el pulso se apaga: los personajes discuten sobre bases de datos, traiciones y protocolos. Lo que era una historia concreta –un pueblo asediado, un hombre enfrentado al caos– se diluye en un catálogo de conspiraciones.

Alaska: La Última Frontera | Jason Clarke entre la nieve y el caos
Jon Bokenkamp, creador de The Blacklist, intenta repetir su fórmula: un héroe atormentado, un villano carismático, una conspiración que se despliega en capas. Sin la sofisticación de True Detective: Tierra Nocturna, Alaska: La Última Frontera funciona cuando se asume a sí misma como lo que es: una ficción pulp con alto presupuesto. Pero el guion quiere darle densidad psicológica a lo que sólo necesita ritmo. Es el síndrome del thriller moderno: la culpa de no ser una obra seria.
Jason Clarke (El Motín del Caine, Una Casa de Dinamita, Crimen de una Dinastía) –ese actor que siempre parece cargar un arrepentimiento que no puede nombrar– sostiene la serie con una mezcla de cansancio y furia. Hay en su Remnick una fragilidad que nunca se vuelve ternura. Es un hombre que sabe disparar mejor de lo que habla, que entiende que el deber y el vacío son casi la misma cosa.
Dominic Cooper, en cambio, compone a un antagonista de otro registro: elegante, histriónico, más cerca del espectáculo que de la amenaza. Entre ambos hay una tensión que a veces funciona y a veces parece improvisada. No se odian: se reconocen. Y ese reconocimiento, más que el enfrentamiento, es lo que mantiene el interés cuando la historia se hunde en los tropos del género.
Alaska: La Última Frontera | La ley de la naturaleza
Alaska: La Última Frontera quiere ser muchas cosas a la vez: un western moral, un thriller de espionaje, un drama familiar. En ese intento pierde foco y se transforma en un híbrido que no termina de asumir su propia falta de gravedad.
Lo que distingue a la serie no es la trama, sino la manera en que usa su escenario. Alaska no es un fondo exótico sino un límite. Todo lo que sucede podría pasar en cualquier otro lugar, pero aquí la temperatura lo vuelve extremo. El frío es condición existencial. El hielo ralentiza, endurece, obliga a moverse distinto. Hargrave aprovecha esa resistencia física del entorno para filmar la acción como un combate entre la naturaleza y la voluntad. No hay épica ecológica: solo cuerpos humanos peleando contra un mundo que no los necesita.
Lo que queda al final no es el recuerdo de la trama, sino la textura: la nieve pisada, el humo, los helicópteros que se balancean sobre el abismo. Y ese sheriff que sigue caminando, terco, como si todavía existiera una frontera que valga la pena cruzar.
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