Marcel Ophüls (1927-2025): La muerte del interrogador de la Historia

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A lo largo de su carrera, Marcel Ophüls usó su cámara para buscar verdades sobre la Francia ocupada, la justicia de posguerra y los mecanismos por los cuales la gente común se vuelve cómplice del mal extraordinario.

Marcel Ophüls murió –digamos que murió, aunque quizás sea más preciso decir que dejó de insistir– a los 97 años. Se fue el hombre que durante décadas anduvo por el mundo con una cámara al hombro preguntando cosas incómodas, haciendo que la gente recordara lo que prefería olvidar, mostrando que la Historia –con mayúscula, esa bestia caprichosa– no es lo que nos cuenta Wikipedia sino lo que pasa cuando miramos a los ojos de quienes la vivieron.

Marcel Ophüls –hijo de otro gigante, Max Ophüls, el director de Carta de una Desconocida, La Ronda y Lola Montès– nació en Frankfurt en 1927, cuando Europa todavía no sabía bien qué hacer con esa cosa llamada modernidad. Su padre era judío, cineasta, alemán, hasta que los nazis decidieron que ser judío y ser alemán eran cosas incompatibles, así que la familia se fue de Alemania a Francia, luego España, Estados Unidos y de vuelta a Francia: cualquier lugar donde podían ser judíos y hacer películas sin que los maten por hacerlas.

Y Marcel Ophüls creció viendo cómo el mundo se volvía loco, cómo los adultos se mataban, cómo la gente común –esa gente que después iba a filmar toda su vida– era capaz de las peores atrocidades y también de los gestos más hermosos. Creció con la certeza de que las verdades oficiales suelen ser mentiras bien vestidas y que si querés saber qué pasó realmente tenés que preguntarle a los que estuvieron ahí, a los que sobrevivieron, a los que todavía tiemblan cuando recuerdan.

Los documentales de Marcel Ophüls: Dejar que el silencio hable

Por eso hizo El Dolor y la Piedad (Le Chagrin et la Pitié) en 1969, cuatro horas y media de película sobre la Francia ocupada que los franceses no querían ver porque les mostraba que no todos habían sido resistentes heroicos como contaba el mito oficial. Ophüls fue a buscar a los colaboracionistas, a los que miraron para otro lado, a los que no hicieron nada mientras los nazis paseaban por los Campos Elíseos. Y también a los resistentes, claro, pero a los de verdad, no a los de las películas.

La televisión francesa no la quiso emitir. Demasiado incómoda, dijeron. Demasiado verdadera, podríamos agregar. Porque Marcel Ophuls tenía esa manía peligrosa de creer que el cine podía servir para algo más que para entretener. Creía que mostrar la verdad, aunque doliera, aunque fuera fea, aunque arruinara las buenas conciencias, era mejor que vivir en la mentira.

El Dolor y la Piedad se volvió una película de culto, de esas que los estudiantes de cine veían en cinematecas oscuras mientras discutían sobre Sartre y el compromiso del artista. Marcel Ophüls siguió haciendo documentales: La Memoria de la Justicia (The Memory of Justice), sobre los juicios de Núremberg y lo que vino después. Una Sensación de Pérdida (A Sense of Loss), sobre el conflicto en Irlanda del Norte. Hotel Terminus, sobre Klaus Barbie, el carnicero de Lyon.

Siempre la misma obsesión: ¿qué pasó realmente? ¿Cómo fue que gente normal se volvió monstruosa? ¿Cómo es que los monstruos, después, volvieron a ser gente normal? ¿Cómo es que todos sabían y nadie sabía? ¿Cómo es que todos vieron y nadie vio?

Sus documentales duraban horas porque Marcel Ophüls sabía que la verdad no cabe en noventa minutos. La verdad es larga, complicada, llena de contradicciones y matices que no entran en las fórmulas de Hollywood. Por eso filmaba conversaciones eternas con sobrevivientes, con victimarios, con testigos que ya no querían ser testigos. Los dejaba hablar, los dejaba contradecirse, los dejaba mentir, porque las mentiras a veces reflejan también alguna verdad.

Marcel Ophüls: El documentalista de la Historia

Marcel Ophüls fue un francotirador de la memoria. Iba por ahí cazando recuerdos, persiguiendo fantasmas, desenterrando secretos que los países, las familias, las instituciones preferían mantener bajo tierra. Por eso era necesario. En un mundo donde la Historia la escriben los vencedores, donde los poderosos controlan el relato, donde la memoria se vuelve mercancía y las atrocidades se transforman en anécdotas, tipos como Marcel Ophüls son los que mantienen viva la posibilidad de que alguien, algún día, sepa realmente qué pasó.

No era un revolucionario. No gritaba consignas ni se subía a las barricadas. Era algo más sutil y más peligroso: era un hombre con una cámara que sabía hacer las preguntas correctas. Ahora murió y con él se va una forma de entender el cine, una forma de entender el compromiso, una forma de entender que el arte puede servir para algo más que para decorar la vida. Se va uno de los últimos tipos que creían que valía la pena incomodar, molestar, recordar lo que algunos prefieren olvidar.

En un mundo donde la atención es un bien escaso y la memoria histórica se mide en trending topics; en estos tiempos de algoritmos, Youtube y documentales express que no buscan explicar sino no aburrir, la muerte de Marcel Ophüls es también la muerte de una forma de mirar el mundo. Una forma lenta, obsesiva. Una forma que creía que la verdad vale la pena aunque tarde cuatro horas y media en revelarse. Quizás ya no hay lugar para tipos como Marcel Ophüls. Quizás era el último de una especie en extinción, esos cazadores de verdades que creían que el pasado importa, que las víctimas merecen ser recordadas, que los victimarios no deberían poder dormir tranquilos.

Se murió Marcel Ophüls y algo se rompió en la cadena que une el presente con el pasado, la memoria con el olvido, la verdad con la mentira. Pero sus películas quedan ahí, largas, incómodas, necesarias, esperando a que alguien tenga ganas de escuchar lo que los muertos todavía tienen para decirnos.

Porque eso es lo que hacía Marcel Ophüls: dar voz a los muertos. Y ahora que él también está muerto, quién sabe si alguien va a seguir escuchándolos.

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