Ahora que se murió –ayer nomás, en Los Ángeles, a los 93 años, por una neumonía que lo venció cuando ya nada podía vencerlo– queda esa sensación de las cosas que suenan para siempre. Lalo Schifrin se murió y con él se fue una manera de entender la música, de mezclar jazz con sinfonías, de hacer que una serie de televisión suene como si fuera el fin del mundo o el principio de todo.
Boris Claudio Schifrin nació en Buenos Aires en 1932, hijo de un judío que había llegado de Rumania con el violín bajo el brazo y la certeza de que en América se podía hacer música. El padre, Luis Schifrin, tocaba en el Teatro Colón; el hijo aprendió piano y después se fue a París a estudiar composición con Olivier Messiaen, ese francés loco que escuchaba a los pájaros como si fueran músicos. Pero Lalo volvió a Buenos Aires y ahí empezó a tocar jazz, porque el jazz era lo que se tocaba entonces si uno quería ser moderno, si uno quería que la música dijera algo sobre el presente.
En los años 50’s, Buenos Aires era una ciudad que vibraba distinto. El jazz llegaba de Nueva York como llegan las modas: tarde pero con ganas de quedarse. Lalo Schifrin tocaba en los clubes nocturnos de la Costanera, esos lugares donde la burguesía porteña iba a sentirse cosmopolita, a creer que estaba en Manhattan por tener vista al río.
Pero Lalo Schifrin tenía hambre de mundo. En 1958 se fue a Nueva York, como se van todos los que creen que el mundo empieza donde termina el Río de la Plata. Ahí empezó a tocar con Dizzy Gillespie, ese trompetista negro que entendía que la música era política, era raza, era todo lo que pasaba en Estados Unidos en los años 60’s. Lalo era el pianista argentino del quinteto de Dizzy, el que aportaba esa cosa rara del tango sin tocar tango, esa melancolía porteña que se colaba entre las notas.
Lalo Schifrin: El argentino que hizo sonar a Hollywood
Y después llegó Hollywood. Porque en Estados Unidos, cuando alguien sabe hacer algo, enseguida aparece alguien que sabe venderlo. Lalo Schifrin empezó a componer música para películas y para televisión, y ahí fue cuando su vida cambió para siempre. La música de Misión: Imposible, esa melodía de cinco notas que todo el mundo conoce aunque no sepa quién la compuso, la escribió él en 1966. Cinco notas que construyeron un imperio, que se convirtieron en la banda sonora de la paranoia de la Guerra Fría.
Pero Lalo Schifrin no era solo Misión: Imposible. Era también Mannix, Starsky y Hutch, Los Ángeles de Charlie. Era el sonido de la televisión americana de los 60’s, cuando la tele era todavía un experimento social, cuando las series hablaban de detectives duros y mujeres fatales, cuando todo tenía que sonar como si fuera peligroso.
La cosa es que Lalo Schifrin nunca dejó de ser argentino. Grabó discos de jazz hasta el final, compuso sinfonías, escribió música de cámara. Ganó seis nominaciones al Oscar y se llevó cuatro Grammy, pero siguió hablando en castellano con acento porteño, siguió cocinando milanesas los domingos, siguió siendo ese tipo que había salido de Parque Patricios con la cabeza llena de notas.
En sus últimos años, ya viejo, ya consagrado, ya con todos los premios inventados y algunos que todavía no, Lalo Schifrin siguió componiendo. Porque los músicos no se jubilan: se mueren tocando. Hasta el final estuvo ahí, en su estudio de Los Ángeles, rodeado de partituras y de recuerdos, tratando de encontrar la nota justa, la que dijera todo lo que había que decir.
Ahora que murió Lalo Schifrin, queda la música. Quedan esas melodías que marcaron una época, que construyeron el imaginario sonoro de generaciones enteras. Queda Misión: Imposible, queda el jazz sinfónico de los 70’s, quedan los arreglos para orquesta que hizo cuando el jazz se volvió respetable.
Lalo Schifrin se murió, pero su música sigue viva. Y en un mundo donde todo se olvida tan rápido, eso ya es bastante. Eso ya es casi todo.