A veces el cine, como los virus, espera. Se arrastra por debajo de la conciencia colectiva durante años, se instala en la memoria, se transforma. Y luego vuelve. Más rápido, más complejo. Así regresa 28 Years Later (traducida como Extermino: La Evolución en Latinoamérica y 28 Años Después en España), la tercera entrega de la saga que Danny Boyle comenzó en 2002 con 28 Days Later y que no solo revivió el género zombi, sino que le dio una energía nueva: sucia, política, urgente.
En esa película, todo comenzaba con un hombre desnudo despertando solo en un hospital. Cillian Murphy, en su primer papel protagónico en el cine, caminaba por un Londres desierto con la torpeza de quien acaba de nacer.
Porque eso era: un nuevo Adán en una Inglaterra arrasada por un patógeno que convertía a los humanos en bestias sin lenguaje, sin conciencia, sin pausa. 28 Days Later fue un acto de violencia estilística. Fue rodada con cámaras digitales que hacían que cada fotograma pareciera oxidado. Fue escrita por Alex Garland con una mezcla de desesperación y lucidez. Fue dirigida por Boyle con una furia coreografiada, como si el Apocalipsis se pudiera montar en una sala de edición.
Ahora, veintitrés años después de aquella escena inaugural, el virus muta otra vez. Y Boyle vuelve al punto cero. En 28 Years Later, no hay rascacielos ni tecnología de punta. Hay una isla: Lindisfarne, un pedazo de tierra que se une al continente solo cuando la marea baja.
Una comunidad aislada, medieval, que enseña a sus hijos a matar infectados como si fueran animales en un rito iniciático. Y hay un niño: Spike. Tiene doce años y lleva la muerte en los ojos. Su madre, Isla –interpretada por una Jodie Comer frágil y feroz al mismo tiempo–, no quiere que vaya. Pero él debe ir. Como todos. Como si nacer en este mundo ya no fuera suficiente: hay que aprender a destruirlo para poder sobrevivir.
El viaje que emprenden Spike y su padre Jamie (Aaron Taylor-Johnson) es también el viaje de 28 Years Later: una expedición a las ruinas de lo que alguna vez fue Inglaterra, ahora territorio de sombras, donde las ciudades son mausoleos y los infectados siguen allí, esperando. Y luego, en medio del horror, una aparición: un hombre mutilado, irreconocible, pero cuyo nombre basta para estremecer a los fanáticos. Jim.
28 Years Later: Cuándo vuelve Cillian Murphy a la saga
Cillian Murphy vuelve. No en 28 Years Later, sino en la siguiente: The Bone Temple, dirigida por Nia DaCosta y escrita también por Garland. Pero Boyle lo anuncia como si se tratara de una revelación teológica. Jim vive. Está herido, cambiado, deformado por los años y por la violencia. Pero vive. Y volverá. Será en enero de 2026. Será otra película, pero también será esta. Porque Boyle ha concebido este regreso como una trilogía en expansión: 28 Years Later, The Bone Temple y una tercera entrega aún no confirmada que podría, si el dinero y el público acompañan, reunir de nuevo a Boyle y Murphy en un final que cierre el círculo.
Nada de esto es casual. Garland, que escribió la primera película con una mezcla de rabia política y desencanto moral, ha vuelto para explorar lo que queda cuando ya no queda nada. Y Boyle, que en los últimos años había pasado de la distopía a los musicales (Yesterday) y al biopic (Steve Jobs), regresa a su territorio natural: el colapso. Porque 28 Years Later no es una película sobre zombis. Nunca lo fue. Es una película sobre lo que hacemos cuando el Estado desaparece, cuando las instituciones se derrumban, cuando la civilización se revela como una cáscara frágil que se rompe al menor contacto con la violencia.
En 28 Years Later, el miedo ya no es una reacción. Es una forma de vida. El virus sigue ahí, pero lo más inquietante es lo que ha hecho con los humanos: los ha vuelto supersticiosos, crueles, tribales. Los ha hecho olvidar. Lo que antes era supervivencia ahora es ritual. Lo que antes era desesperación ahora es costumbre.
Y Boyle, que no puede decir mucho porque apenas ha mostrado los primeros 28 minutos del film a la prensa, se limita a insinuar. Como un sacerdote que custodia un secreto, deja caer palabras como si fueran migas: “evolución”, “tecnología”, “conexión”. Palabras que suenan extrañas en un mundo donde la electricidad es un mito y la esperanza una forma de estupidez.
Y sin embargo, hay algo hermoso en esa oscuridad. En esa obstinación por narrar el fin desde el centro mismo del abismo. Boyle filma con rabia, pero también con ternura. Como si, a pesar de todo, creyera que vale la pena seguir mirando. Que incluso entre los escombros, entre los cuerpos, entre los gritos, puede haber algo parecido a una epifanía. Un niño que se niega a matar. Una madre que reza. Un hombre que vuelve.
Cillian Murphy, que ganó un Oscar en 2024 por Oppenheimer y que ha pasado de actor de culto a figura internacional, produce esta nueva etapa de la saga como quien custodia una parte esencial de su historia. No actúa en esta película, pero está presente. Como un espectro. Como una promesa. Como un punto de fuga que conecta el pasado con el futuro. Porque 28 Years Later no es solo una secuela. Es una elegía. Una meditación sobre el tiempo. Una pregunta que Boyle, Garland y Murphy se hacen a sí mismos –y a nosotros– desde hace más de dos décadas: ¿qué queda cuando todo se ha ido?
La respuesta está allí, en la pantalla, como una herida abierta. O una advertencia. Porque si algo nos enseñaron estos años, es que las pandemias no se acaban. Solo mutan. Y esperan.