La muerte nunca termina de irse. Se queda ahí, agazapada en los rincones, en los objetos que nadie mueve, en las fotos que amarillean lentamente. Adam lo sabe. Adam camina por Londres como quien atraviesa un cementerio: con los vivos a un lado, con los muertos al otro. Todos Somos Extraños (All of Us Strangers), la película del director irlandés Andrew Haigh basada en la novela Strangers del japonés Taichi Yamada, es una exploración feroz de esa línea difusa donde los que se fueron siguen estando, donde la ausencia pesa más que cualquier presencia.
Londres es una ciudad de hormigón y cristal que no perdona. La Torre de Londres, el Támesis, el Big Ben son sólo postales para turistas. La verdadera Londres está en esos edificios de departamentos fríos, idénticos, donde miles de personas duermen sin conocerse. Adam (Andrew Scott) vive en uno de ellos. Su profesión: guionista. Su hobbie: beber solo en su piso. La ciudad lo ha convertido en un fantasma. Un fantasma que respira, que come, que paga las cuentas, pero fantasma al fin.
Pero los fantasmas a veces encuentran a otros fantasmas. Harry (Paul Mescal) es el único inquilino que Adam conoce en su edificio de treinta pisos. Harry toca a su puerta una noche, borracho, buscando compañía. Adam lo rechaza. Pero los fantasmas suelen ser insistentes.
Una noche, Adam decide visitar el barrio donde creció. Y allí encuentra a sus padres (Jamie Bell y Claire Foy). La misma casa, los mismos muebles, las mismas maneras. Sólo que sus padres murieron en un accidente de auto cuando él tenía doce años. Y ahora están ahí, con la misma edad que tenían cuando murieron, como si el tiempo se hubiera detenido.
Todos Somos Extraños: Fantasmas íntimos
Todos Somos Extraños no es una película de fantasmas. O quizás sí, pero no de los que hacen ruidos por las noches. Son los fantasmas que arrastramos, que nos definen, que nos moldean. Los muertos que nos habitan.
Adam tiene cuarenta y es gay. Nunca le pudo decir a sus padres quién era realmente. Nunca les pudo contar sobre sus amantes, sus decepciones, sus pequeñas victorias. Y ahora, de alguna manera que la película no explica (ni necesita explicar), puede volver a verlos. Puede hablar con ellos. Puede mostrarles videos en su teléfono. Puede, por fin, presentarse ante ellos no como el niño que dejaron, sino como el hombre en que se convirtió.
Al mismo tiempo, Harry insiste. Harry, ese treintañero con ojos de perro abandonado, que bebe demasiado y que parece perseguir a Adam con una desesperación que no se molesta en disimular.
Todos Somos Extraños une estas dos historias con delicadeza. El pasado y el presente. Lo que pudo ser y lo que es. Los muertos y los vivos. Haigh filma con planos largos, silencios que dicen más que los diálogos, miradas que contienen universos enteros. La cámara rara vez se mueve. No necesita hacerlo. Captura la quietud de las horas muertas, la tensión de los silencios familiares, la energía nerviosa del deseo.
Las conversaciones con sus padres están cargadas de una tristeza auténtica. Su madre intenta comprender a un hijo que ya no conoce. Su padre, a quien Jamie Bell da vida con contenida frustración, lucha contra sus propios prejuicios, contra su incapacidad para entender un mundo que cambió demasiado rápido.
Londres aparece como un monstruo de cristal, como una bestia que no duerme. El edificio donde vive Adam es un coloso impersonal, donde las luces de los departamentos se encienden y apagan como estrellas artificiales. En contraste, la casa familiar es cálida, acogedora, pero también está congelada en el tiempo, atrapada en los años 80’s, como si fuera un museo de una vida que ya no existe.
La banda sonora, con su uso de The Power of Love de Frankie Goes to Hollywood y Always on My Mind de Pet Shop Boys, ancla la historia en una nostalgia que duele. Son canciones que hablan del amor como una fuerza trascendental, del recuerdo como una forma de resurrección.
Lo que separa a Todos Somos Extraños de tantas otras películas sobre el duelo es su honestidad radical. No hay respuestas fáciles. No hay redención inmediata. No hay un momento en que todo encaje y el dolor desaparezca. Hay sólo momentos de conexión humana, frágiles, imperfectos, pero reales.
Andrew Scott entrega aquí la actuación de su vida. Su Adam es un hombre roto que ha aprendido a vivir con sus grietas. Hay una escena en la que simplemente se sienta en el suelo de su antiguo dormitorio y llora mientras escucha música. No dice nada. No necesita hacerlo. Todo está en su rostro, en la forma en que sus hombros se hunden.
Paul Mescal (Normal People, Aftersun, Gladiador 2) demuestra nuevamente por qué es una de las grandes promesas del cine actual. Su Harry es un hombre que ha aprendido a usar la agresividad y el sexo como escudos, pero que en el fondo sólo busca alguien que lo sostenga cuando todo lo demás falla. La química entre Scott y Mescal es palpable, incómoda a veces, pero siempre auténtica.
Son las actuaciones de Bell y Foy, sin embargo, las que se quedan grabadas en la memoria. Como padres atrapados en un limbo temporal, tratando de comprender a un hijo que ya no es el niño que conocieron, logran transmitir esa mezcla única de amor incondicional y completa incomprensión que define tantas relaciones familiares.
Todos Somos Extraños: Andrew Haigh y el eco de los ausentes
Todos Somos Extraños es, en definitiva, una película sobre lo que significa ser humano. Sobre la soledad que todos cargamos, sobre los fantasmas que nos persiguen, sobre las palabras no dichas que pesan como piedras.
Es también una película profundamente queer, no sólo porque sus protagonistas sean hombres gay, sino porque explora cómo la experiencia queer modifica y complica las relaciones familiares, especialmente en generaciones anteriores. La escena en que Adam finalmente le cuenta a su madre sobre su sexualidad es devastadora precisamente porque ella intenta reaccionar “bien”, pero no puede ocultar su inicial desconcierto. No es rechazo, es simplemente la reacción de alguien que creció en otro mundo, con otras reglas.
El cine inglés tiene una larga tradición de realismo social, de mostrar vidas ordinarias con una crudeza a veces insoportable. Desde Ken Loach hasta Mike Leigh, pasando por Lynne Ramsay o Andrea Arnold. Andrew Haigh se inscribe en esa tradición, pero la tuerce, la lleva a territorios más sutiles, más etéreos.
Sus películas anteriores, Weekend y 45 Years, ya mostraban su interés por los momentos definitorios en las vidas de gente común. Pero con Todos Somos Extraños da un paso más allá. No le importa si lo que vemos es “real” o no. Le importa que se sienta real, que duela como duele la vida real. Pero es un dolor necesario, catártico. El tipo de dolor que nos recuerda que estamos vivos.
La película no ofrece explicaciones fáciles. ¿Son reales estos encuentros con los padres muertos? ¿Son alucinaciones? ¿Sueños? ¿Importa realmente? Lo que importa es lo que estos encuentros permiten: una reconciliación tardía, una oportunidad para decir lo que nunca se dijo, para preguntar lo que nunca se preguntó.
Todos Somos Extraños, dice el título. Extraños para los demás, a veces extraños para nosotros mismos. La gran ciudad exacerba ese extrañamiento. Londres, Nueva York, Buenos Aires, Ciudad de México, São Paulo: todas son máquinas de producir soledad, de fabricar extraños que viven puerta con puerta sin conocerse.
Pero a veces, solo a veces, algo o alguien rompe esa barrera. A veces un fantasma del pasado, a veces un extraño que insiste en no seguir siendo extraño. Y entonces, por un momento, somos un poco menos solos.
Todos Somos Extraños no ofrece un final feliz, al menos no en el sentido convencional. Ofrece algo más valioso: momentos de conexión auténtica en un mundo que hace todo lo posible por mantenernos aislados.
Todos Somos Extraños habla de sus temas con una delicadeza y una honestidad que desarman. No pretende tener las respuestas. Solo ofrece preguntas, momentos, emociones. Y a veces, eso es más que suficiente. Eso es lo que hace el gran cine: no solo nos cuenta una historia, nos devuelve a la nuestra. Nos hace mirar nuestros propios abismos, nuestras propias ausencias, nuestros propios amores perdidos.
La silenciosa modestia de la película permite a Haigh crear una atmósfera etérea tan fría y estéril que Adam y Harry bien podrían ser los dos últimos hombres en la Tierra. El fuego entre ellos se enciende con tanto cuidado que parece que el mundo entero podría oscurecerse si se apagara. En las escenas de sexo -que ocupan el segundo lugar erótico-realista 2023 después de Passages de Ira Sachs-, el director encuentra la fórmula química del enamoramiento: captura no solo ese sentimiento desbordado del amor, sino todo el miedo y la vulnerabilidad que lo acompaña. Mescal obtiene algunos de estos encantadores reflejos, basándose en el tipo de tristeza tenue que el actor mostró en Aftersun.
Todos Somos Extraños es una historia de fantasmas, pero en los espectros de Haigh hay empatía y comprensión. Manifestaciones de la inseguridad y la ansiedad personales, son avatares de conversaciones que nunca se tuvieron y de un tiempo que se acabó demasiado pronto. Haigh captura magníficamente el dolor abrasador de perder a un ser querido, pero también la catarsis que ofrece procesarlo. Una exhumación que resulta angustiante, pero también esperanzadora: la tranquilidad sólo proviene de aprender a vivir con la melancolía de extrañar a alguien y de abrazar la conexión donde la encuentras.
En un panorama cinematográfico saturado de ruido y furia, de efectos especiales y tramas previsibles, Todos Somos Extraños se atreve a ser silenciosa, contemplativa, ambigua. Y esa es su mayor virtud, su razón de ser, su pequeño milagro.
Los fantasmas están entre nosotros. Siempre lo han estado. Quizás la única manera de vivir con ellos es invitarlos a pasar, ofrecerles un asiento, escuchar lo que tienen que decir. Y luego, solo luego, dejarlos ir. O no. Quién sabe.