El cine de Paul W.S. Anderson siempre ha sido un asunto de volúmenes, no de sutilezas. Sus películas gritan, no susurran. Explotan, no insinúan. Con Tierras Perdidas (In the Lost Lands), adapta el relato de George R.R. Martin como sabe: con explosiones, efectos digitales y su esposa de protagonista. Hay algo medieval, algo postapocalíptico, algo de western desolado. Y un paisaje sepia perpetuo donde la arena y las ruinas industriales conviven bajo un cielo que nunca termina de amanecer ni de anochecer.
En ese limbo temporal, Tierras Perdidas presenta a Dave Bautista como Boyce, un mercenario con aires de cowboy silencioso, y a Gray Alys (Milla Jovovich), una bruja poderosa capaz de conceder cualquier deseo, mientras arrastra consigo el peso de una maldición. “No rechazo a nadie”, dice Alys, y en esa frase hay todo un programa de autodestrucción. La hechicera acepta el pedido de una reina (Amara Okereke) que quiere tener el poder de cambiar de forma. Secretamente, también acepta la petición del amante de la reina (Simon Lööf), que desea que Alys fracase en cumplir el deseo.
Este juego de pedidos contradictorios podría ser el inicio de un relato sobre el destino y la ambición, pero no: estamos ante un pretexto para ver a Jovovich disparando armas imposibles y a Bautista mirando el horizonte.
Las Tierras Perdidas a las que viajan Alys y Boyce son un paisaje post-nuclear de CGI. Cada plano busca belleza en lo desolado. Hay secuencias donde la cámara flota a través de autobuses a punto de caer al vacío, donde la luz del atardecer perpetuo baña ruinas industriales con una melancolía casi tangible. El guion de Constantin Werner tiene momentos de intriga palaciega, fragmentos de historia de amor maldito, retazos de discurso sobre el poder y la religión. Pero es una historia tan genérica, escrita con tanta seriedad, que los personajes caminan al borde de la autoparodia.
Anderson dedica tiempo a construir el vínculo entre Gray Alys y Boyce, dos almas solitarias encontrándose en el fin del mundo. Pero la química entre Jovovich y Bautista es como intentar encender fuego bajo la lluvia: hay chispas ocasionales, pero nada que prenda de verdad. Bautista parece estar comprometido con su papel de cazador melancólico, aportando más emoción de la que el guion merece. Jovovich interpreta a Gray Alys como alguien atrapada en su propio aburrimiento.
Tierras Perdidas: La estética del desierto
Tierras Perdidas avanza entre persecuciones y enfrentamientos con una orden religiosa liderada por el Patriarca (Fraser James), un líder eclesiástico que busca derrocar a la reina. Pero estos conflictos políticos quedan como telón de fondo para la verdadera obsesión de Anderson: las secuencias de acción. Aquí es donde el director se siente en casa, ralentizando el tiempo para que veamos a Jovovich y Bautista disparando y golpeando con una calma estudiada que contrasta con el caos a su alrededor.
La sensación de artificialidad permea toda la película. La desaturación digital que busca emular el estilo visual de Zack Snyder termina pareciéndose a algún videojuego de hace una década. La iluminación crea un ambiente que se siente perpetuamente falso. Y sin embargo, hay algo hipnótico en esta falsedad. Con Tierras Perdidas, Anderson crea un universo que nunca pretende ser real, que abraza su naturaleza artificial con descaro orgulloso. Cada plano está compuesto como una ilustración, cada secuencia fluye como las páginas de un cómic. No es cine que busque la inmersión, sino el asombro distante.
El director utiliza recursos visuales que ya había empleado en las películas de Resident Evil: cortes a mapas que nos muestran dónde están los personajes en su viaje, reloj en pantalla que marca cuánto falta para la próxima luna llena. Son dispositivos que nos recuerdan constantemente que estamos viendo una construcción, una fantasía elaborada. La irrealidad que Anderson propone podría ser fascinante si estuviera al servicio de una historia con algo parecido a la ambición.
En Tierras Perdidas todo suena, todo brilla, todo explota. Cada plano saturado de digitalidad, cada paisaje una postal de videojuego, cada escena bañada en tonos sepia. El futuro luce como un desierto interminable de ruinas. Las serpientes salen de escopetas, los demonios surgen del suelo, los hombres lobo acechan bajo la luna. Todo el manual de la fantasía post nuclear. En los buenos relatos de fantasía, las criaturas tienen cultura, motivaciones, complejidad. Aquí no tienen personalidad ni historia propia: son solo pixeles amenazantes. Los personajes avanzan como fichas en un tablero diseñado por un algoritmo que mezcló Mad Max, Game of Thrones y Underworld sin entender qué hacía funcionar a ninguna de ellas.
Tierras Perdidas es una película que conoce sus virtudes y sus limitaciones, que no pretende trascender su condición de espectáculo visual. Pero incluso dentro de esos parámetros, algo falla. Quizás sea porque las expectativas han cambiado. En un mundo donde series como The Last of Us han demostrado que lo postapocalíptico puede tener profundidad emocional, donde Mad Max: Fury Road redefinió lo que un espectáculo visual puede lograr, Tierras Perdidas se siente como un dinosaurio digital, una reliquia de un cine que ya pasó pero que se niega a morir.
Lo que queda al final es la imagen: esos cielos perpetuamente crepusculares, esas ruinas industriales donde la humanidad es apenas un recuerdo. Hay algo casi conmovedor en esta persistencia. En tiempos donde el cine de acción se ha vuelto cada vez más homogéneo, donde los superhéroes dominan las pantallas con sus aventuras intercambiables, Anderson sigue fiel a su visión personal del espectáculo. Tierras Perdidas es el producto de esa visión obstinada. Y eso, en estos tiempos de franquicias calculadas al milímetro, es casi un acto de rebeldía.