The Last Showgirl: Pamela Anderson y el ocaso de una era

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Una bailarina que envejece, un casino que no perdona, una ciudad que devora sueños: The Last Showgirl de Gia Coppola es una demoledora radiografía del entretenimiento norteamericano.

Hay ciudades que devoran sueños. Las Vegas es ese espejismo en medio del desierto, esa fantasía norteamericana que brilla con luces de neón y promesas incumplidas. Desde ese matadero de ilusiones, Gia Coppola nos entrega The Last Showgirl, un relato que ya conocemos pero que nunca habíamos visto así: el de una bailarina que se niega a abandonar el escenario.

Pamela Anderson —sí, la de Baywatch, la que Hollywood convirtió en símbolo sexual y luego descartó como a una cosa pasada de moda— interpreta a Shelley, una bailarina de Las Vegas que lleva treinta años en el mismo espectáculo. Treinta años poniéndose las mismas plumas, los mismos brillantes falsos, la misma sonrisa. Treinta años vendiendo la misma ilusión de glamour parisino en medio del desierto de Nevada.

La voz de Anderson —esa voz que nadie se había molestado en escuchar antes— es lo primero que sorprende: aguda, infantil, con ese temblor de inocencia que resulta desconcertante en una mujer de 57 años que se gana la vida bailando semidesnuda. Es una voz que cuenta una historia: la historia de todas las mujeres que Hollywood ha usado y tirado, la historia de todas las que tuvieron que elegir entre ser madres o artistas, la historia de todas las que siguen bailando aunque el mundo ya no quiera verlas bailar.

Le Razzle Dazzle —así se llama el show donde Shelley baila— está por cerrar. El casino quiere reemplazarlo por un circo erótico, algo más acorde con los tiempos que corren. La noticia cae como una sentencia de muerte. ¿Qué hace una showgirl cuando ya no hay show ni es una girl? ¿Qué hace una mujer cuando el mundo le dice que ya es demasiado vieja para ser lo único que sabe ser?

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Jamie Lee Curtis en The Last Showgirl de Gia Coppola

The Last Showgirl: el drama del fracaso

Gia Coppola filma Las Vegas sin glamour, sin brillo, sin mentiras. Su cámara persigue a Shelley por los pasillos del casino, por los camerinos donde las bailarinas se transforman en diosas, por las calles donde el sol del desierto derrite las ilusiones. En The Last Showgirl no hay postales turísticas: hay una ciudad que devora a sus habitantes, una ciudad que vive de vender fantasías pero que no permite que nadie se las crea demasiado.

Jamie Lee Curtis es Annette, una ex showgirl reconvertida en camarera, con el pelo teñido de rojo y las propinas metidas en el escote. Curtis construye un personaje devastador: una mujer que ha aceptado su derrota pero que sigue apostando, que sigue creyendo que la próxima mano le devolverá todo lo que ha perdido.

Y está Hannah (Billie Lourd), la hija que Shelley abandonó para poder seguir bailando. Hannah aparece como un espectro del pasado, como una cuenta pendiente, como la prueba viviente de que toda elección tiene un precio. La relación entre madre e hija es un campo minado de silencios y reproches, de intentos fallidos de conexión, de heridas que no terminan de cicatrizar.

Dave Bautista —otro que Hollywood encasilló y en The Last Showgirl demuestra que también puede ser un gigante sensible— interpreta a Eddie, el director de escena que tiene que dar la mala noticia. Su Eddie es un hombre quieto con camisas ruidosas, un testigo silencioso del declive de estas mujeres a las que ha visto brillar durante décadas.

Pamela Anderson en The Last Showgirl: de símbolo sexual a actriz revelación

Pero esta es, sobre todo, la película de Pamela Anderson. Su Shelley es un milagro de vulnerabilidad y resistencia, una mujer que se aferra a su identidad de showgirl como otros se aferran a una esperanza. Anderson —que sabe algo de ser reducida a un cuerpo, de ser juzgada por envejecer, de ser descartada por el mismo sistema que la creó— encuentra en Shelley un vehículo perfecto para exorcizar sus propios demonios.

La vemos ensayar en leotardo para una audición donde sabemos que no tiene ninguna oportunidad. La vemos maquillarse frente al espejo, transformándose en esa versión brillante de sí misma que el público espera ver. La vemos bailar sola en su casa, proyectando viejas películas en la pared, viviendo en un mundo que ya no existe. Y cuando finalmente la vemos romperse, Anderson nos rompe con ella.

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Pamela Anderson como Shelley en The Last Showgirl

La mirada de Gia Coppola: Las Vegas sin maquillaje

Gia Coppola —sí, la nieta de Francis Ford, la sobrina de Sofia— filma con una melancolía luminosa, con una cámara que flota y se tambalea como una bailarina cansada. La fotografía de Autumn Durald Arkapaw convierte Las Vegas en un espejismo que se desvanece bajo el sol del desierto. Los colores —rosas y magentas que parecen gastados, como si el tiempo los hubiera desteñido— nos hablan de una gloria que se escapa entre las plumas.

The Last Showgirl también tiene momentos que no terminan de cerrar, subtramas que se diluyen, escenas que pierden fuerza cuando Anderson no está en pantalla. Pero hay algo en su imperfección que la hace más verdadera, más humana, más cercana a esas vidas que retrata: vidas tristes, vidas a medio hacer, vidas que siguen bailando aunque la música haya terminado.

La película es un retrato del fin de una era, una meditación sobre el envejecimiento en una industria que idolatra la juventud, la historia de una madre que eligió mal (¿o eligió bien?), un documento sobre la precariedad laboral en la capital mundial del capitalismo especulativo. Pero sobre todo es la historia de una mujer que se niega a desaparecer, que se niega a convertirse en lo que el mundo espera que sea: una ex showgirl, una ex belleza, una ex algo.

Anderson —que durante décadas fue tratada como una broma, como un póster, como un video porno, cualquier cosa menos una actriz— encuentra aquí su momento de redención. Su interpretación es un acto de venganza contra todos los que la subestimaron, contra todos los que pensaron que no podía ser más que un cuerpo en una malla roja. Es una interpretación que duele y brilla, que seduce y destroza, que nos obliga a repensar no solo quién es Pamela Anderson sino quiénes somos nosotros por haberla juzgado.

Las Vegas sigue allí, en medio del desierto, vendiendo sus mentiras de cartón piedra. Los casinos siguen tragándose los sueños y el dinero de la gente. Los shows siguen cambiando, adaptándose a nuevos públicos, a nuevos tiempos. Pero algo se pierde en cada cambio, algo muere en cada renovación. The Last Showgirl nos habla de eso: de la dignidad del trabajo bien hecho, de la belleza del artificio consciente de sí mismo, de la resistencia de quienes se niegan a ser borrados de la historia.

Shelley lo dice en un momento: “Llevo tanto tiempo en el Razzle Dazzle”. Y en su voz hay orgullo y miedo, hay amor y rabia, hay todo lo que somos cuando nos enfrentamos al fin de lo que creemos que nos define. The Last Showgirl es una elegía por todas las cosas que terminan, un homenaje a todas las personas que siguen bailando aunque el teatro esté vacío, aunque las luces se estén apagando, aunque el mundo les diga que ya es hora de bajar el telón.

Tráiler de la película:

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