Nueva York es una ciudad que nunca termina de caer. Caen sus edificios, caen sus héroes, cae la nieve sucia sobre el asfalto. Pero en Spider-Man: No Way Home es diferente: esta vez cae algo más pesado que los cuerpos, más denso que el concreto. Cae el mismo tejido del universo. Tom Holland –cara de niño perdido en medio de una tormenta de efectos especiales– vuelve a ser Peter Parker.
La película empieza donde terminó Far From Home (2019): con la identidad de Spider-Man revelada al mundo. Y aquí está el primer quiebre, la primera grieta en el edificio: ¿qué significa ser un héroe cuando todos saben quién eres? ¿Qué valor tiene la máscara cuando el rostro detrás de ella es trending topic en Twitter? Parker debe enfrentarse no solo a los puños de sus enemigos sino a algo más terrible: la opinión pública.
El multiverso se abre como una herida en el cielo de Nueva York. Y por esa herida sangran villanos de otras realidades, de otras películas, de otros Spider-Man. Alfred Molina (Dr. Otto Octavius), Willem Dafoe (Green Goblin), Jamie Foxx (Electro): actores que interpretaron a villanos en otras sagas vuelven aquí, como fantasmas digitales de un pasado que se niega a morir.
La nostalgia es un negocio rentable. Hollywood lo sabe. Marvel lo sabe. Tobey Maguire y Andrew Garfield –los Spider-Man del pasado– aparecer como espejismos de lo que fue, de lo que pudo ser, de lo que ya no será. Es un truco viejo: dar al público lo que quiere ver. Pero funciona.

Spider-Man: No Way Home: Los espejos del Multiverso
Jon Watts dirige este circo multidimensional con precisión y sin sutilezas. Las escenas de acción son espectaculares –tienen que serlo: costaron millones– pero es en los momentos quietos donde la película encuentra su corazón. En las conversaciones entre los tres Parker, en sus dudas compartidas, en ese peso invisible que todos cargan: “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.
Spider-Man: No Way Home juega con los tropos del género como un malabarista borracho: los tira al aire, los hace girar, amenaza con dejarlos caer pero siempre, en el último momento, los atrapa. Está el sacrificio heroico, está la redención del villano, está el momento oscuro antes del amanecer. Todo está ahí, como debe estar, como siempre estuvo.
Pero hay algo más: una melancolía que impregna cada frame, cada diálogo, cada gesto. Es la melancolía de saber que nada dura para siempre, ni siquiera –o especialmente– en el universo Marvel. Los héroes envejecen, los actores cambian, las franquicias mueren y renacen como el ave fénix corporativa que son.
Las casi dos horas y media de Spider-Man: No Way Home son rápidas, ruidosas, inevitables. Y al final, queda ese ejercicio de nostalgia manufacturada pero no por eso menos efectiva. En esa historia sobre el peso de ser héroe, sobre el costo de hacer lo correcto, sobre la soledad que viene con el poder.
Esta no es solo una película de superhéroes. Es un comentario sobre las películas de superhéroes. Es metacine disfrazado de blockbuster, es crítica cultural envuelta en spandex y efectos especiales. Es el tipo de película que solo podría existir ahora, en este momento preciso de la historia del cine, cuando el género está lo suficientemente maduro como para mirarse al espejo y reconocer sus propias cicatrices.
¿Es perfecta? No. Las costuras se ven a veces, la trama tiene agujeros más grandes que los portales de Doctor Strange (Benedict Cumberbatch), algunos chistes caen demasiado planos. Pero quizás eso no importe. Quizás lo importante sea ese momento en el cine cuando tres generaciones de fans contienen el aliento al mismo tiempo, cuando la nostalgia golpea como una ola y nos arrastra a todos.
Al final, Spider-Man: No Way Home es muchas cosas: es un espectáculo visual, es una carta de amor al género, es un ejercicio de nostalgia corporativa. Pero sobre todo, es un recordatorio de por qué seguimos yendo al cine: para creer, aunque sea por unas horas, que los héroes existen y que pueden salvarnos. Aunque sea de nosotros mismos.