Septiembre 5: Divina TV Führer

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La masacre de Múnich 1972 fue el primer acto terrorista televisado en directo. Con Septiembre 5, Tim Fehlbaum reconstruye el momento en que el mundo aprendió a consumir la tragedia en tiempo real.

Múnich, 1972. Terroristas palestinos del grupo Septiembre Negro secuestran y asesinan a once atletas israelíes durante los Juegos Olímpicos. Steven Spielberg ya nos dio su versión. Kevin Macdonald ya ganó su Oscar con un documental sobre el tema. Y ahora, con Septiembre 5, el director suizo Tim Fehlbaum nos ofrece otra perspectiva. ¿Por qué deberíamos prestar atención? Porque esta vez no es la historia que creemos conocer.

Esta vez no hay sangre, no hay palestinos enfurecidos con pasamontañas, no hay israelíes suplicando por sus vidas. Lo que vemos es una sala de control, una pecera tecnológica donde un grupo de personas que trabajan para ABC Sports se convierten en los narradores involuntarios de la primera masacre televisada en directo de la historia.

Fehlbaum pone en escena ese cubículo claustrofóbico de monitores, cables, auriculares, café frío y ceniceros rebosantes. Allí donde la tragedia no es tragedia sino noticia. Donde once vidas no son once vidas sino rating. Donde la historia no es historia sino un problema satelital. O quizás sea allí donde el siglo XX se convirtió definitivamente en el siglo XXI: cuando la realidad dejó de ser algo que se vive para convertirse en algo que se transmite.

En ese sentido, Septiembre 5 es un ejercicio de arqueología mediática: la excavación de un momento cero. El momento en que el mundo aprendió a consumir violencia real como entretenimiento.

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John Magaro como Geoffrey Mason en Septiembre 5

Septiembre 5: Dentro de la sala de control

Septiembre 5 comienza con una rutina. ABC Sports cubre los Juegos Olímpicos de Múnich, esos juegos que debían ser la redención alemana, la demostración de que el nazismo había quedado atrás y que el país podía ser normal, hospitalario, pacífico. Los llamaron “Los Juegos de la Alegría”. La ironía de la historia, siempre tan precisa, tan cruel.

Geoffrey Mason (John Magaro, con la tensión permanente de quien sabe que cada decisión suya puede cambiar vidas) es el director de estudio, un tipo que solo quería filmar competencias de natación, de básquet, de gimnasia. Una mañana, a las 5:30, suena un teléfono. Algo ocurre en la Villa Olímpica. Disparos. Rehenes. Israelíes. Palestinos. Terrorismo.

Y así comienza la vorágine.

Lo que hace Fehlbaum es mostrarnos el nacimiento de un monstruo: el periodismo de catástrofes en directo. No hay manual, no hay protocolos, no hay experiencia previa. Hombres y mujeres inventando sobre la marcha las reglas de un juego perverso: ¿cómo transmitir un secuestro sin convertirse en cómplice? ¿Cómo satisfacer la creciente sed de imágenes sin alimentar el terror? ¿Cómo mantener el equilibrio entre informar y explotar?

Los secuestradores de Septiembre Negro también están viendo ABC. Cuando los policías alemanes, torpes y mal equipados, intentan asaltar por los techos el edificio donde están los rehenes, los cámaras de ABC lo graban todo. Y lo transmiten en directo. Y los terroristas lo ven por televisión. Y cambian su estrategia.

La televisión no solo muestra la realidad: la modifica. La televisión no solo narra la historia: la crea.

La sala de control es un microcosmos. Está Marvin Bader (Ben Chaplin), productor judío neoyorquino cuya familia fue destrozada por el Holocausto. Está Jacques Lesgards (Zinedine Soualem), ingeniero franco-argelino que aporta la única perspectiva árabe en la sala. Está Marianne Gebhardt (Leonie Benesch, la actriz revelación de Sala de Profesores), que sirve de traductora y que representa a esa generación alemana mortificada por los pecados de sus padres.

Roone Arledge (Peter Sarsgaard, en pleno control de su papel), el ejecutivo a cargo, decide que será Deportes –situado en Múnich– y no Noticias –desde Nueva York– quien cubra lo que está pasando. Una decisión que parece burocrática pero que tiene consecuencias profundas: los que narran no son periodistas habituados a conflictos, son comentaristas de salto alto y 100 metros libres. Su vocabulario no incluye palabras como “terrorismo”, “Palestina”, “ocupación”, “resistencia”. Su sensibilidad está moldeada para narrar hazañas, no masacres. La decisión es un presagio de lo que vendrá después: la supremacía del espectáculo sobre la información.

Septiembre 5 no es una película sobre el conflicto palestino-israelí. Ni siquiera es una película sobre un atentado terrorista. Es sobre cómo la televisión metaboliza la tragedia, sobre cómo la convierte en producto. El verdadero protagonista de Septiembre 5 es el propio medio televisivo. Las cámaras enormes y pesadas que hay que mover con esfuerzo físico. La transmisión por satélite que hay que negociar con otras cadenas. Las cintas de 16mm que hay que revelar para mostrarlas en directo. Los logos improvisados con fotos y material de arte que luego se filman con una cámara de video.

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Leonie Benesch como Marianne Gebhardt en Septiembre 5

Septiembre 5: El nacimiento de la televisión catástrofe

Septiembre 5 no pretende ser más grande de lo que es. No es un relato histórico como Múnich de Spielberg. No es un análisis político del conflicto israelí-palestino. No es un tratado sobre ética periodística. Es un thriller sobre hombres y mujeres atrapados en una situación imposible, tomando decisiones a contrarreloj, improvisando respuestas a preguntas para las que nadie los había preparado.

Es una película sobre procesos, sobre la materialidad ya perdida de la televisión pre-digital. Y en ese sentido, es también una elegía por una forma de comunicación que ya no existe, aunque sus efectos sigan presentes.

Su enfoque es reducido, casi claustrofóbico. Casi todo ocurre en la sala de control. Los hechos reales llegan a través de monitores, de cables telefónicos, de fragmentos de información incompleta. Es la experiencia mediatizada por excelencia: saber algo que está ocurriendo a pocos metros pero solo a través de pantallas.

Así es como la mayoría de nosotros experimentamos el mundo hoy. Así es como sabemos de las guerras, de las catástrofes, de las tragedias ajenas: a través de filtros, encuadres, mediaciones. La diferencia es que aquí vemos a los mediadores, los vemos transpirar, dudar, equivocarse, mentir, acertar.

El director de fotografía Markus Förderer filma casi todo con cámaras en mano, con zooms que dejan solo una parte del encuadre en foco. La textura de la imagen es degradada para emular el aspecto del filme de 16mm o del video de baja resolución de la época. El resultado es una inmersión casi física en el ambiente caótico de aquella sala de control. Sentimos que estamos allí, entre los periodistas deportivos, editores y técnicos, tratando de mantenernos al tanto de lo que ocurre más allá de nuestra visión periférica, escuchando las voces superpuestas y el parloteo que viene de los monitores de TV y las radios policiales.

Capas y capas de mediación. Pantallas dentro de pantallas. Relatos sobre relatos. Septiembre 5 es, en definitiva, una película que hace preguntas incómodas sin elevar la voz, que revela mecanismos complejos sin caer en la simplificación didáctica. Que comprende que para hablar de lo grande a veces hay que mirar lo pequeño. Que para entender el terrorismo, tal vez haya que estudiar cómo lo miramos. Que para comprender la historia, tal vez sea necesario examinar a sus narradores.

En tiempos en que cada día vemos en directo nuevas tragedias, nuevos horrores, nuevas masacres, Septiembre 5 nos recuerda que hubo un antes. Y que tal vez, esa manera de relacionarnos con el sufrimiento ajeno –desde la distancia segura de una pantalla–no es neutral, no es inocente, no es sin consecuencias. Ahí reside la potencia de esta película sobria, tensa, inteligente: nos muestra el nacimiento de un mundo. El nuestro.

Tráiler de la película:

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