Suele pasar: cuando una buena película extranjera alcanza cierto éxito internacional y los críticos la eligen para el top ten del año, Hollywood hace un remake y convierte el formato en una fórmula. Secuestro en Directo (On the Line) sigue la línea de la película danesa Guilty (Gustav Möller, 2018) –que había demostrado que con una llamada telefónica, un mínimo de recursos y en un solo escenario se podía llenar de adrenalina la pantalla–, y es un intento de hacer del cine una experiencia saturada de angustia e incertidumbre cuando un locutor de radio recibe el llamado del secuestrador de su familia.
Elvis Cooney (Mel Gibson) es el animal de radio con 40 años de trayectoria. Pero su carrera está en declive: desconectado de los nuevos medios de comunicación virtual, su programa On the Line ocupa la poco envidiable franja nocturna de una emisora de Los Ángeles. Es la hora de los desesperados, y el locutor cumple con una especie de función social: un gurú de consejos fáciles y estereotipados, dichos a una distancia emocional prudencial, como si fuera una biblia de autoayuda parlante.
Gibson le inyecta a su personaje una personalidad llena de ambigüedad, que puede tener actitudes de diva egocéntrica radial y un marcado desinterés por los empleados de la radio, pero también es un jefe carismático y un padre cariñoso y protector. El comienzo de la película lo muestra con su familia, antes de ir a la radio la noche que festejará su cumpleaños al aire. Con su compañera Mary (Alia Seror-O’Neill) y el nuevo operador de sonido Dylan (William Moseley) hacen la rutina de escuchar la angustia y el desconsuelo noctámbulo de la ciudad.
Secuestro en Directo: Mel Gibson en la hora de los desesperados
Si el prólogo de Secuestro en Directo sirve para presentar al personaje, a partir de que un hombre llama al programa diciendo que está afuera de la casa del locutor y que está dispuesto a arruinar su vida como Elvis se la arruinó a él, la película entra en estado de thriller permanente. Todo el carisma y la trayectoria se disuelven en el miedo y la impotencia, mientras el oyente –un soldado del ejército que regresó de Afganistán– revela los secretos sucios del conductor y asegura haber puesto explosivos en todo el edificio para que exploten en 40 minutos.
Pero si las premisas responden a cierta cercanía con la realidad, lo que sigue es un descenso al grado cero de la verosimilitud. Es un juego de humillaciones y persecución dentro de la radio, una idea que propone el psycho para no asesinar a la familia de Elvis. Pero el guion corre los límites de la lógica. Es el problema con esta clase de películas, en las que una historia choca con lo posible. De hecho, Secuestro en Directo podría interpretarse como una parodia del género si no fuera porque lo hace desde la más absoluta seriedad de su puesta en escena realista para una película inquietantemente absurda.
La película acierta con su protagonista, un narcisista que ha insultado, acosado y descuidado a demasiadas personas como para recordar por qué ahora tiene que pasar por esta pesadilla. Pero hay una simpleza general llena de trucos y manipulación emocional en la forma en que el guion transcurre una vez que Secuestro en Directo llega a un nivel aceptable de intensidad entre Elvis y su interlocutor amenazante.
La sobreexplotación de recursos narrativos –la voz de la niña al teléfono, los disparos que se escuchan, las bombas, los asesinatos dentro de la radio, las cámara de vigilancia que maneja el secuestrador– y la falta de un sentido realista orientativo completan Secuestro en Directo, un thriller exagerado que se perderá en el éter del cielo de las películas clase B.