Quiero Bailar con Alguien (I Wanna Dance with Somebody) de alguna manera se parece a la música de Whitney Houston: navega por las necesidades comerciales, busca tocar la fibra emocional con recetas universales en el que cada uno se pueda identificar. Cuando no hay riesgo, lo que queda es un espectáculo condescendiente, y la película cae en los estereotipos habituales con los que a Estados Unidos le gusta contar la vida de sus músicos: como un tratado moralizador lleno de culpa, expiación y, si hay tiempo, redención. Whitney no lo tuvo.
Quizás haya sido la mejor cantante de la historia del pop: una voz gloriosa, segura de sí misma, que en su vibrato llegaba a la inestable perfección sonora. También tuvo que lidiar con las críticas que le reclamaban actitud, personalidad, las cosas que diferencian a un artista de un intérprete. Pero Whitney Houston llevaba las notas a ese límite inalcanzable que permitía que en cada una de sus canciones hubiera un momento único en el que parecía estar poseída por la divinidad.
Pero Quiero Bailar con Alguien no está a la altura de figura. El guion aplica la fórmula habitual de la biopics oficiales: recorre los inicios en el coro gospel que dirigía su madre, la cantante Cissy Houston (Tamara Tunie); su relación lésbica con Neffessa Williams (Robyn Crawford); el descubrimiento de su talento por parte del productor Clive Davis (Stanley Tucci); su vertiginoso ascenso en el que parecía ser incapaz de grabar un single que no llegara el puesto n° 1 de Billboard; su caída relacionada con la falta de estructura emocional y una vida autodestructiva; el renacer mediático; la obligada performance épica final.
Quiero Bailar con Alguien: Réquiem por una voz
Anthony McCarten escribió Quiero Bailar con Alguien del mismo modo que escribió Bohemian Rapsody. Pero donde la biopic de Queen funcionó por la actuación enorme de Rami Malek y el logro técnico de copiar exactamente el original, aquí muestra todas sus grietas: la película se apropia de la imagen de Whitney Houston, no de su esencia. Es un recorrido superficial por los highlights de su vida en el que se desarrolla poco de todo lo que se muestra en pantalla.
La película está sostenida por las actuaciones. Todas funcionan. Noami Ackie (Parpadea Dos Veces) se pone la piel de Houston, su cuerpo vibra con la música (la banda sonora usa la voz original de la cantante) y muestra un rango actoral dinámico al recorrer la montaña rusa emocional de la historia; Tamara Tunie aporta es un híbrido entre la madre que busca a través del autoritarismo la perfección técnica de su hija, y la ternura generosa de saber que lo logró; Clark Peters es un gran villano como el padre estafador que puede simular cariño al tiempo que destila algo insano por debajo.
La dirección de Kasi Lemmons se acerca a un trabajo por encargo, sin imaginación, y hace una película-vidriera para el talento de Houston. Un retrato higiénico, una publicidad retroactiva, dos horas y media de una voz inigualable, de miserias, superación personal y melodrama. El guion de McCarten apela a la previsibilidad de un esquema probado en el que el ascenso a la fama es seguido por una crisis personal y profesional, para terminar con un tercer acto que busca la redención.
Quiero Bailar con Alguien tiene la dosis de sordidez indispensable para humanizar a una cantante en continua lucha consigo misma, que se debatía entre su imagen pública y su yo privado, inaceptable para la puritana y consumista era Reagan. Pero si la música gospel surgió para expresar esos momentos de comunión plena con el interior de cada uno, Houston fue el ángel maldito que lo hizo pop, una celebración existencial, una canción llena de éxito y de tragedia.