El fantasma mira. No deja de mirar. Presencia (Presence), la última propuesta de Steven Soderbergh, convierte al espectador en espectro. Una especie de paradoja cinematográfica: ser invisible mientras todo se vuelve visible. Soderbergh transforma la cámara en personaje, en entidad omnipresente que flota por los rincones de una casa y una familia en descomposición.
No es novedad. El cine siempre ha intentado hacerse fantasma. Pero aquí la presencia mira sin descanso. La cámara no pestañea. La cámara no duerme. La cámara flota, se desliza por las habitaciones, observa conflictos familiares, secretos mal guardados, mentiras bien construidas. El ojo cinematográfico que todo lo contempla. Plano subjetivo sostenido durante 110 minutos.
La familia Payne –ese apellido que en inglés suena a “dolor”– se muda a una casa que está habitada por una presencia. Lucy Liu construye una madre compleja, ambivalente, mujer de negocios que ha perdido contacto con lo esencial. Chris Sullivan aporta humanidad y calidez a un personaje que podría haber quedado reducido a mero contrapunto. Pero son los jóvenes quienes brillan con luz propia: Eddy Maday como Tyler, adolescente narcisista que esconde inseguridades; y especialmente Callina Liang como Chloe, adolescente herida que busca su lugar en un mundo hostil.
La historia avanza sin sobresaltos gratuitos ni efectismos baratos. El horror aquí es existencial, cotidiano, familiar. La verdadera casa embrujada no es de madera y cemento. Los Payne cargan fantasmas propios: la muerte de la mejor amiga de Chloe, los negocios turbios de la madre, la impotencia del padre, la crueldad del hermano. Ellos son los fantasmas de carne y hueso que conviven con el verdadero espectro que habita la casa.
Chloe es el centro de gravedad del relato. Adolescente en duelo, mirada que ve más allá. Callina Liang construye un personaje de fragilidad contenida, de vulnerabilidad controlada. Su Chloe es una sobreviviente en un mundo que parece conspirar contra ella. Sabe que no está sola, que hay algo –alguien– que la observa, que la protege.
Presencia: La mirada que acecha
La cámara de Soderbergh –objetivo gran angular, 14mm que captura habitaciones enteras– se mueve como si flotara. No hay trípodes ni steadicams. Es cámara-personaje, cámara-fantasma que se desplaza con curiosidad de gato por los espacios domésticos. Los planos secuencia se suceden con fluidez. La técnica nunca se impone al relato: lo potencia, lo expande, lo complejiza.
El guion de David Koepp –habitual colaborador de Steven Spielberg– juega con las expectativas del espectador. Lo que comienza como historia de casa embrujada deriva en drama familiar, en thriller psicológico, en reflexión sobre la culpa y la redención. Mutaciones genéricas que reflejan la naturaleza cambiante del propio espectro protagonista. Es un fantasma que no sabe que es fantasma, que no sabe por qué es fantasma. Es un fantasma que debe descubrirse a sí mismo.
La entrada en escena de Ryan (West Mulholland), un amigo de Tyler, precipita los acontecimientos. El chico popular de sonrisa fácil esconde abismos. Su interés por Chloe despierta los celos protectores del fantasma. La entidad invisible se vuelve cada vez más inquieta, más ansiosa. ¿Podrá romper la barrera que separa los mundos? ¿Podrá intervenir cuando la situación lo requiera?
En Presencia hay ecos de El Sexto Sentido, de Una Historia de Fantasmas de David Lowery. Pero Soderbergh evita los lugares comunes del género. No hay explicaciones pseudocientíficas ni sesiones de espiritismo efectistas. La médium (Natalie Woolams-Torres) que visita la casa apenas alcanza a confirmar lo que ya sabemos: hay algo ahí. El resto es silencio y contemplación.
La cámara-fantasma asiste impotente a conversaciones familiares tensas, a discusiones matrimoniales, a encuentros adolescentes cargados de electricidad. Soderbergh –que opera él mismo la cámara– se convierte en actor invisible. Su mirada es la mirada del espectro. Su ansiedad es la ansiedad del espectro. La fusión director-personaje alcanza niveles metaficcionales fascinantes.
La dirección de fotografía –también a cargo de Soderbergh, bajo pseudónimo– crea atmósferas de intimidad inquietante. La casa, espaciosa y luminosa, se convierte en prisión invisible. Los colores fríos predominan. Los contraluces abundan. Las sombras acechan en los rincones. La banda sonora, minimalista, subraya los silencios más que romperlos. Es música de ausencias, de vacíos, de presencias invisibles.
Steven Soderbergh y el cine fantasma
Presencia dialoga con el resto de la filmografía del director. Hay ecos de Sexo, Mentiras y Video en la manera de explorar las dinámicas familiares disfuncionales. Hay reminiscencias de Kimi en el uso de la tecnología como extensión de la mirada. Hay algo de Círculo Cerrado en la exploración de los vínculos familiares con fuerzas sobrenaturales. Pero Presencia es, ante todo, un experimento formal que trasciende el ejercicio de estilo para convertirse en reflexión sobre la condición humana.
La película no es exactamente terror, aunque tiene momentos de tensión genuina. No es solo drama familiar, aunque explora con precisión las dinámicas intrafamiliares. No es únicamente thriller psicológico, aunque juega con la percepción y las apariencias. Presencia es, en definitiva, una película sobre la mirada. Sobre el acto de mirar y ser mirado. Sobre la imposibilidad de intervenir cuando somos simples espectadores. Sobre la responsabilidad que implica ser testigo.
La gran fortaleza de Presencia es hacer que lo sobrenatural parezca natural y lo cotidiano, extraño. En tiempos de efectos especiales desmedidos y montajes frenéticos, Soderbergh apuesta por la contención, por el minimalismo, por la paciencia. Es cine adulto en un panorama infantilizado. Cine de autor en tiempos de fórmulas preestablecidas.
Hay toda una filosofía que circula por los agujeros del relato: la vida es la suma de nuestras elecciones, de nuestras acciones, de nuestras omisiones. La muerte no es el final sino otra forma de existencia, otro estado del ser, otra perspectiva desde la cual contemplar lo que dejamos atrás. No hay demonios ni ángeles, solo personas que siguen siendo personas incluso después de morir. Con sus virtudes y defectos, con sus aciertos y errores, con sus amores y odios.
Presencia muestra lo que permanece cuando todo lo demás desaparece. Las huellas invisibles que dejamos en los espacios que habitamos y en las personas que amamos. La capacidad del cine para hacer visible lo invisible, para dar cuerpo a lo intangible.
Durante poco más de hora y media, fuimos fantasmas. Observamos sin ser observados. Acompañamos sin ser percibidos. Existimos siendo invisibles.