Hay películas que nacen con urgencia, como si el director hubiera estado acumulando durante mucho tiempo imágenes, ritmos, ideas. Ryan Coogler estuvo diez años metido en la maquinaria de las franquicias. Una década donde la voz propia nunca terminó de ahogarse del todo, pero sí quedó contenida, puesta a funcionar dentro de límites que no eran los suyos. Pecadores (Sinners) es la película de un cineasta que recupera su libertad. Ya no Marvel, ya no Rocky. Diez años para volver a casa. Y la casa es un aserradero abandonado en Mississippi que huele a madera podrida, a whisky de contrabando, a blues prohibido.
Estamos en Mississippi, 1930. El alcohol es ilegal. Jim Crow reina como un dios caprichoso en cada pueblo, en cada calle, en cada mirada. Los negros son ciudadanos de quinta. Ya no se les llama esclavos pero siguen recogiendo algodón bajo el sol abrasivo del Sur. Ahora son aparceros: la diferencia es mínima, un tecnicismo legal para que la opresión continúe bajo otro nombre.
Y entonces aparece un guitarrista en la puerta de una iglesia blanca: sangra por heridas que no vemos, tiembla por fantasmas que aún no conocemos. “Hijo”, dice el pastor, “debes renunciar a tus pecados”. Pecadores acaba de empezar y ya entendemos que hay muchas formas de ser pecador en Estados Unidos, ese país que inventó la culpa antes que la libertad.
Pecadores: El gótico sureño de Ryan Coogler
Los hermanos Smokestack –Smoke y Stack, ambos interpretados por un Michael B. Jordan duplicado– vuelven a casa tras años sirviendo en el ejército y luego para la mafia de Chicago. Vienen con dinero, con cerveza irlandesa clandestina, con planes: compraron un viejo aserradero para convertirlo en un juke joint, esos clubes clandestinos donde la comunidad negra podía encontrarse, beber, bailar, olvidar por unas horas el infierno cotidiano. El primo de los Smokestack, Samuel (Miles Caton), es hijo del pastor local. Toca la guitarra como si el diablo le moviera los dedos.
Los Smokestack recorren el pueblo reclutando talentos: Delta Slim (Delroy Lindo), bluesman alcohólico de armónica prodigiosa; Annie (Wunmi Mosaku), cocinera y practicante de hoodoo; Grace (Li Jun Li) y Bo Chow (Yao), inmigrantes chinos que manejarán el bar; Cornbread (Omar Benson Miller), el inmenso patovica. También están Mary (Hailee Steinfeld), antigua amante de Stack , y Pearline (Jayme Lawson), la mujer local que enamora a Samuel.
Coogler se toma su tiempo. En la primera parte de Pecadores los personajes se cruzan, se miran, se reconocen. La cámara los sigue como si fuera un habitante más del pueblo que se despierta ante la llegada de los Smokestack. La fotografía de Autumn Durald Arkapaw –colaboradora de Coogler en Black Panther: Wakanda Forever– logra capturar ese momento donde el día y la noche se confunden, ese Mississippi abrasador donde todos transpiran, donde la luz se derrite sobre los cuerpos.
Y el blues como columna vertebral, como sistema nervioso, como eco de un dolor que no puede expresarse de otro modo. Samuel toca y el sonido es una invocación. “La música”, dice un personaje, “es un ritual mágico. Puede curar comunidades, convocar espíritus, atraer el mal”.
La segunda mitad de Pecadores transcurre cuando el juke joint abre sus puertas y la comunidad se reúne para celebrar este pequeño milagro de libertad. Samuel sube al escenario y toca. Su blues atraviesa el tiempo y el espacio: en una secuencia demencial filmada en un solo plano, vemos aparecer tambores africanos, guitarras eléctricas afrofuturistas, bailarines chinos. Coogler se suelta: una coreografía perfecta donde la cámara gira y se eleva como si estuviera poseída por los mismos espíritus que la música ha invocado.
Pero todo ritual tiene consecuencias. Y cuando tres figuras blancas aparecen en la puerta pidiendo entrar, Pecadores se transforma. Lo que comenzó como un drama histórico se convierte en baño de sangre, en horror gótico sureño, en metáfora brutal sobre el parasitismo cultural.
Los visitantes son vampiros. Vampiros que cantan folk irlandés, que miran con ojos brillantes, que sonríen educadamente mientras esperan. Vampiros que representan la apropiación cultural en su forma más literal: seres que se alimentan de la sangre de aquellos cuya creatividad admiran. “A los blancos les gusta el blues”, dice Delta Slim en un momento, “lo que no les gusta es la gente que lo crea”. Los vampiros encarnan esa contradicción: deshumanizar a los negros pero envidiar su cultura. Querer la música pero no a los músicos.
La masacre es espectacular. Coogler libera toda la sangre que había contenido. La banda sonora de Ludwig Göransson –que hasta entonces había mantenido el blues como base– explota en metal pesado y percusión industrial. La pantalla se expande para capturar cada gota de sangre, cada cuello mordido, cada estaca clavada.
Pecadores: El blues como ritual de resistencia
Con Pecadores, Ryan Coogler se acerca a referentes como Del Crepúsculo al Amanecer y Queen of the Damned, pero llevándolos a un terreno donde la alegoría racial es explícita. Los vampiros son el sistema, son la industria cultural, son la historia norteamericana que se alimenta del talento de los marginados y luego los escupe. Así funciona Estados Unidos. Así funciona el capitalismo. Así funciona el arte. Creas un espacio de libertad y, tarde o temprano, llegan los depredadores.
Después de años haciendo películas por encargo, Coogler quiere contarlo todo, quiere experimentar sin restricciones. Y esa urgencia se siente en cada fotograma, en cada nota musical, en cada sorprendente cambio de tono. El resultado es una película anárquica y salvaje con su ADN: esa capacidad para combinar lo político con lo visceral, para hacer del entretenimiento una herramienta social sin caer en el didactismo.
Michael B. Jordan entrega una actuación doble notable. Sus Smokestack twins son idénticos pero distintos: Smoke es fuego, Stack es reflexión. Jordan los diferencia con sutilezas –un tic nervioso, una forma de mirar– que evidencian su madurez como actor. Delroy Lindo aporta el alivio cómico perfecto como Delta Slim, mientras que Miles Caton sorprende como Samuel, sosteniendo el peso emocional de la historia a pesar de ser su debut cinematográfico.
Las escenas fueron filmadas en formato IMAX de 65mm, lo que permite una textura y profundidad inusuales para una película de este género. Coogler quiere que nos concentremos en los rostros, en los cuerpos. Quiere que sintamos el sudor, la sangre, la música. La película está diseñada para ser experimentada más que comprendida, para resonar en el cuerpo antes que en la mente.
Y está llena de blues. El blues como salvación, como resistencia, como memoria. Una memoria que puede conectar el presente con el pasado, invocar a los ancestros, movilizar fuerzas que la razón no comprende. Esta es la apuesta más radical de Coogler: presentar la cultura negra no solo como producto de resistencia histórica, sino como poder sobrenatural. Como fuente de energía que trasciende lo físico. Y por eso los vampiros la desean tanto: porque es vida, porque es fuerza, porque es algo que ellos, con toda su inmortalidad, nunca podrán crear.
En definitiva, Pecadores es un artefacto singular, indómito, rebelde. Una película que quiere demasiado, que intenta demasiado. Y siempre es preferible el exceso que la corrección vacía. La siguiente película de Coogler seguramente será más contenida, más precisa. Pero quizá nunca vuelva a hacer algo tan puro, tan nacido de una necesidad personal. Tan pecador. Mientras tanto, el blues seguirá sonando. Los vampiros seguirán acechando. Y la música seguirá siendo el único modo de conjurar demonios.