Tom Cruise corre otra vez. Corre como ha corrido durante casi treinta años, con esa determinación maníaca que es su marca registrada, pero esta vez corre hacia el final: el de Ethan Hunt, el de una franquicia que logró sobrevivir a todas las tendencias y reinventó el cine de acción en el proceso. Misión Imposible – La Sentencia Final es un dinosaurio magnífico y anacrónico, una criatura de otra época que se sabe la última de su especie: esa clase de película que se mira al espejo con la solemnidad de los que creen que están haciendo historia. Pero la historia, la de verdad, se hace sin avisar.
Los primeros sesenta minutos son, básicamente, un documental sobre la importancia histórica de Misión Imposible narrado por los personajes de Misión Imposible. Christopher McQuarrie parece consciente de que está dirigiendo el funeral de una forma de hacer cine. Por eso multiplica las referencias, por eso trae de vuelta al tipo que Emmanuelle Béart drogó en Langley hace tres décadas, por eso convierte cada diálogo en un ejercicio de nostalgia desesperada. La Sentencia Final no cuenta una historia: cuenta el final de todas las historias. Como si la mejor forma de despedirse fuera recordando todo lo que alguna vez fue.
Misión Imposible – La Sentencia Final: El funeral de una era
Ethan Hunt debe salvar al mundo de La Entidad, una Inteligencia Artificial que amenaza con provocar una guerra nuclear. Y de eso se trata esta despedida: de la batalla final entre lo analógico y lo digital, entre el pasado y el presente, entre el cuerpo caliente de Cruise y los algoritmos fríos de una IA que amenaza con destruir el mundo.
La Entidad controla internet, manipula la información, crea ejércitos de trolls que propagan desinformación. Es el pathos de esta época convertido en villano de película: la pérdida de control sobre nuestras propias creaciones. Y frente a ese miedo, Tom Cruise aparece como el último mohicano de lo real, el que todavía cree que los problemas se resuelven corriendo más rápido, pegando más fuerte, colgándose más alto. Es una fantasía conservadora disfrazada de aventura futurista.
El problema principal de la película es que Sentencia Mortal ya había logrado esa síntesis entre la espectacularidad clásica de la saga y una reflexión sobre la obsolescencia humana. Era el momento para cerrar el ciclo. Porque La Sentencia Final es, en definitiva, una larga explicación que dedica su primera hora a justificar su propia existencia, a convencernos de que valía la pena hacerla.
Cuando finalmente llegan las secuencias de acción, McQuarrie nos ofrece lo que sabe hacer: poner a Cruise en situaciones imposibles y filmarlo con obsesión artesanal. Cruise navegando por los pasillos inundados de un submarino nuclear que se desliza hacia un precipicio, esquivando misiles que se sueltan de sus anclajes, buscando un pendrive que contiene el código fuente de La Entidad. Es puro cine de acción, sin diálogos, sin explicaciones, solo el cuerpo de un hombre desafiando las leyes de la física en pantalla. Y funciona. Funciona porque Cruise se lo cree, porque McQuarrie se lo cree, porque todos nosotros queremos creer que todavía es posible.
Simon Pegg y Ving Rhames vuelven como Benji y Luther, los compañeros fieles de Hunt. Son personajes de una época más inocente de la saga, cuando todavía había lugar para el humor y la camaradería. Ahora todo es muy serio, muy trascendente, muy final.
Otro personaje que regresa es Grace de Hayley Atwell. Atwell es hermosa, es talentosa, pero está ahí solo para ser hermosa y talentosa junto a un hombre que podría ser su padre. Es una función narrativa, un MacGuffin con forma humana que existe para salvar a Ethan en el momento justo y darle ese beso que la película necesita para justificar su subtexto erótico que nunca se consuma. Porque Ethan Hunt, como todos los héroes puritanos, debe renunciar al amor para salvar el mundo.
Porque de eso se trata también esta saga: de la renuncia perpetua de Ethan Hunt al amor. Desde que Michelle Monaghan desapareció de Misión Imposible, Hunt se ha convertido en un monje guerrero que se acerca peligrosamente a las mujeres hermosas pero nunca consuma esa atracción. Es como si Cruise hubiera decidido que su personaje debe ser castigado eternamente por sus pecados pasados, condenado a salvar el mundo una y otra vez sin poder salvarse a sí mismo de la soledad.
McQuarrie filma estas tensiones no resueltas con cuidado, capturando cada mirada que no se sostiene, cada roce que no se convierte en caricia, cada momento en que el deseo se transforma en misión. Es, quizás, lo más interesante de La Sentencia Final: esta exploración de la masculinidad herida, de la renuncia como forma de heroísmo.
Misión Imposible – La Sentencia Final: Tom Cruise y el cuerpo como manifiesto
Misión Imposible – La Sentencia Final intenta desesperadamente convencernos de que estamos presenciando algo épico, algo definitivo. Los personajes repiten que el destino de la humanidad está en juego, que esta es la misión más importante de todas. Pero algo falla. Quizás sea que hemos visto demasiadas veces a Tom Cruise desafiar a la muerte, quizás sea que el mundo real se ha vuelto más absurdo que cualquier película de espionaje, quizás sea simplemente que el actor tiene 62 años y ya no puede ocultar el paso del tiempo.
Y sin embargo, hay momentos en que La Sentencia Final logra capturar algo de la magia perdida. Cuando Cruise emerge del agua helada del Ártico y Atwell le da ese beso de vida, cuando los biplanos bailan entre las nubes como libélulas mecánicas, cuando la cámara captura la expresión de Hunt mientras entiende que esta podría ser su última misión. Hay conmovedor en esa obstinación a negarse a aceptar que el tiempo es el único enemigo invencible. En un mundo cada vez más virtual, más falso, más mediado, Tom Cruise sigue creyendo en la magia primitiva del cine: un hombre, una cámara, un riesgo real.
La Sentencia Final es el epílogo de una historia que ya había encontrado su final natural. Es la demostración más cruel de que Hollywood prefiere destruir sus propias creaciones antes que dejarlas morir con dignidad; de una cultura que prefiere la repetición infinita a la conclusión satisfactoria. Es el cine como adicción: siempre una dosis más, siempre una secuela más, siempre una razón más para no parar.
O quizás sea el cine como burocracia: La Sentencia Final es una película competente, profesional, espectacular cuando quiere serlo. Pero no es una película necesaria, y esa puede ser su tragedia: en el intento de ser definitiva, se volvió redundante.