La arcilla no perdona. La arcilla recuerda cada presión, cada huella, cada temblor de los dedos que la modelan. La arcilla pesa como pesa el dolor, como pesa la historia familiar, como pesa el recuerdo de lo que se tuvo y se perdió. En Memorias de un Caracol (Memoir of a Snail), Adam Elliot modela sus figuras sabiendo que la gravedad las arrastra hacia abajo, hacia la tierra de la que surgieron. Y que esa gravedad no es solo física: es la gravedad de vivir. Aquí construye un mundo donde los personajes cargan con su propia materia como con una condena.
Memorias de un Caracol es eso: la crónica de un peso. Grace (Sarah Snook) –su nombre una ironía cruel, una promesa rota– se arrastra por la vida. Nace con un labio leporino y una madre muerta. Tiene un hermano gemelo, Gilbert (Mason Litsos) y un padre francés (Dominique Pinon), artista callejero que termina en silla de ruedas tras un accidente. Grace y Gilbert son separados cuando él muere. La vida, ese director caprichoso, monta una secuencia tras otra de pérdidas.
Memorias de un Caracol: La vida al ras del suelo
“Mis ojos eran del color de charcos embarrados”, dice Grace sobre sí misma. Elliot insiste en esta idea: sus personajes son barro, sus cuerpos son arcilla modelada por manos temblorosas –las suyas propias, según confiesa, por un temblor hereditario que él llama “chunky wonky”–. No hay ligereza posible. Estos seres no vuelan: se arrastran dejando un rastro de baba plateada.
Grace crece con sus padres adoptivos, una pareja de swingers. Gilbert con una familia de religiosos fanáticos que venden manzanas. La geografía los separa. Las cartas los unen. La infancia se vuelve un territorio hostil. Grace se pone el sombrero de caracol que le hizo su padre y de alguna manera se convierte en uno: se encierra, se protege dentro de una cáscara.
Y entonces aparece Pinky (Jacki Weaver). Vieja excéntrica, aventurera, sobreviviente a dos maridos muertos en accidentes sangrientos. Pinky es el anti-caracol: es la vida que se lanza hacia adelante sin miedo a las consecuencias.
A Elliot le gusta esta estructura: la del inadaptado que encuentra a otro inadaptado que le enseña a vivir. Lo hizo en Mary and Max con una niña australiana y un judío obeso y autista de Brooklyn. Lo hace en Memorias de un Caracol con Grace y Pinky. Pero esta vez hay algo más oscuro, más lúgubre. Más lágrimas rodando por mejillas de arcilla.
“La vida solo puede entenderse hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante” –una frase que se atribuye a Kierkegaard y que resuena en toda la película–, dice Pinky. La estructura narrativa de Memorias de un Caracol carga con esta paradoja: es un flashback continuo narrado por una Grace adulta que recapitula su vida hasta el momento presente. Es una vida entendida hacia atrás pero que debe seguir hacia adelante. Como los caracoles, nunca regresan por el mismo camino que han transitado.
La Australia de Elliot es un país de inadaptados. Un continente de “raros” donde la norma es la anomalía. La nación donde los suicidas, los alcohólicos, los asmáticos, los paralíticos, los ciegos, los electrocutados por accidente, los deformes por talidomida, los de ojos perezosos, los de cabeza macrocéfala, los golpeados por rayos, los turbulentos por síndrome de Tourette, los de venas varicosas encuentran su lugar como en una extraña comunidad de los que no encajan. Es la Australia al otro lado del espejo, donde los canguros no saltan y los humanos tampoco.
Un país que es un catálogo de cuerpos no normativos. Cuerpos deformes, cuerpos enfermos, cuerpos dañados. Es un elogio de la imperfección. En un mundo donde la animación digital tiende a la perfección aséptica, a los cuerpos lisos sin rastro de esfuerzo o sufrimiento, Elliot modela la carne adolorida, la cicatriz, la arruga, la lágrima.
En Memorias de un Caracol está el padre parapléjico con apnea del sueño. Los gemelos que son sus enfermeros nocturnos. La boca desdentada de Pinky en su lecho de muerte. El labio leporino de Grace. Los pliegues adiposos. Las caras marcadas por la tristeza. Los cuerpos hambrientos. Todo está allí, tallado con una ternura brutal por las manos temblorosas de Elliot.
El director es cruel pero no despiadado. Acumula las cargas sobre sus personajes para ver qué pueden soportar. Para ver cómo se adaptan. Para ver cómo siguen adelante. Para celebrar su resistencia frente a la adversidad.
Hay algo en la animación stop-motion que recuerda a la vida misma: es el esfuerzo visible. Es saber que detrás de cada segundo de película hay horas y horas de pequeños movimientos, de ajustes mínimos, de paciencia infinita. Es saber que para que un personaje levante un brazo alguien tuvo que moldear ese brazo una y otra vez, fotografiar cada posición, crear la ilusión del movimiento a partir de la quietud.
Es lo contrario de la animación digital, donde todo fluye sin esfuerzo aparente. En la arcilla de Elliot –que tardó ocho años en completar esta película– vemos las huellas digitales del creador. Vemos el trabajo. Vemos la imperfección. Vemos la humanidad. Y eso es lo que hace especial a Memorias de un Caracol: no esconde sus costuras. No disimula sus dolores. No alivia sus tragedias. Es una película que duele como duele vivir.
Memorias de un Caracol: La arcilla viva de Adam Elliot
¿Podría haberse hecho Memorias de un Caracol con otro tipo de animación? Técnicamente sí. Artísticamente no. La arcilla –su peso, su textura, su maleabilidad– es esencial para la historia. Es el medio perfecto para contar una historia sobre cargar con el peso de la vida. Una historia sobre cómo nos modelan el dolor y la pérdida. Una historia sobre llevar nuestra casa a cuestas y avanzar lentamente, dejando un rastro que nunca volveremos a cruzar.
La partitura de Elena Kats-Chernin –cuerdas melancólicas, piano meditativo– subraya la gracia callada de estos seres en su lucha cotidiana. Sarah Snook le da a Grace una voz que fluye entre la dulzura melosa y la miseria temblorosa. Jacki Weaver convierte a Pinky en una fuerza de la naturaleza. Kodi Smit-McPhee hace que la voz de Gilbert adulto contenga toda la represión y el anhelo de su niñez truncada.
Elliot nos enfrenta a una animación que no busca escapar de la realidad sino profundizar en ella. No hay magia aquí, no hay mundos fantásticos, solo la fantástica extrañeza de lo cotidiano. No hay antropomorfismo –los caracoles son solo caracoles– sino una mirada descarnada sobre la condición humana. Y algo más: un humor negro que nace de la confrontación absurda entre nuestras aspiraciones y nuestras limitaciones.
Es fácil comparar a Elliot con otros animadores de stop-motion como Tim Burton o Henry Selick. Pero hay algo en él que recuerda más a Aki Kaurismäki o a Roy Andersson: esa mirada sobre la tragedia cotidiana, esa forma de encontrar belleza y humor en lo miserable sin caer en la condescendencia ni en la burla. Ese amor por sus personajes que no excluye exponerlos a todas las crueldades que la vida puede ofrecer.
Grace acumula objetos como quien construye una fortaleza contra la intemperie emocional. Su colección de caracoles –de cerámica, de vidrio, de metal– es un refugio. Cada pieza es un trozo de sí misma objetivado, puesto a distancia segura. Pero también es una prisión. “La tristeza”, dice Grace, “parecía ser el cuarto miembro de mi familia”. Y en efecto se convierte en un personaje que amenaza con devorar a los demás, con convertir la película en un catálogo de desgracias. Pero Elliot –como Grace– encuentra la manera de salir de ese círculo vicioso.
La arcilla es tierra y agua. Es barro primordial. Es la materia de la que, según algunos mitos, estamos hechos los humanos. Es frágil cuando está húmeda y quebradiza cuando se seca. Necesita fuego para endurecerse. Elliot somete a sus personajes a ese fuego. Los quema para que no se rompan. Para que resistan el paso del tiempo. Para que puedan contar su historia.
Memorias de un Caracol nos recuerda que todos cargamos algún tipo de caparazón. Todos nos arrastramos bajo algún peso. Todos dejamos algún rastro. Como dice Leonard Cohen: “Hay una grieta en todo, así es como entra la luz”. La obra de Elliot –esos 249 minutos de tiempo en pantalla repartidos en cortometrajes, mediometrajes y largometrajes– es una celebración de las grietas. Una colección de caparazones rotos. Un catálogo de cicatrices.
Y en Memorias de un Caracol alcanza quizás su expresión más personal: la del artista que se reconoce en sus personajes, que ve en ellos sus propios temblores, sus propias dudas, sus propios miedos. Que los modela con manos que tiemblan pero no se detienen. Que les da vida fotograma a fotograma. Que nos recuerda que la vida, como la animación stop-motion, es un acto de paciencia y resistencia. Un lento andar que deja huella.