Marte. El planeta rojo. El sueño húmedo de la humanidad desde que alzó la vista al cielo nocturno y vio ese punto escarlata moviéndose entre estrellas fijas. Ahora sirve de escenario para Mars Express, ópera prima de Jérémie Périn, una película de animación francesa que busca una identidad propia mientras digiere influencias que van desde el anime japonés hasta el cine negro americano.
Mars Express transita un camino intermedio: obra de un realizador formado en la violencia estética del videoclip –aquel Fantasy de DyE que traumatizó a toda una generación de internautas– y la narrativa serial de Lastman. Périn llega al largometraje arrastrando la cadena genética del cyberpunk, ese subgénero que nació revolucionario y ahora parece tan codificado como las tres leyes de Asimov.
En este Marte colonizado del año 2200, la humanidad ha construido ciudades bajo cúpulas que simulan la Costa Azul francesa. Pantallas gigantes que proyectan cielos azules donde debería reinar la oscuridad espacial. La Tierra quedó atrás, convertida en “un pantano para desempleados”. El capitalismo tecnológico ha seguido su curso natural: no ha muerto, solo ha cambiado de planeta.

Mars Express: La nostalgia del futuro
Aline Ruby (Léa Drucker), detective privada con problemas de alcoholismo y un chip de sobriedad implantado bajo la piel que debe anular para poder beber. Carlos Rivera (Daniel Njo Lobé), su compañero androide en cuyo cuerpo metálico flotan los recuerdos digitalizados de un hombre que murió en combate. Juntos forman la clásica pareja despareja del policial, contratados para investigar la desaparición de una estudiante de robótica que liberaba robots de sus restricciones programáticas.
Hay algo nostálgico y paradójico en Mars Express: una película futurista que mira hacia atrás, hacia los clásicos del género, como si temiera perderse en el espacio sin esas coordenadas. Ghost in the Shell de Mamoru Oshii proyecta su sombra sobre cada secuencia de acción, sobre cada reflexión filosófica acerca de la identidad y la conciencia artificial. Périn no esconde sus influencias: las exhibe como medallas en el pecho de un uniforme prestado.
La secuencia inicial de Mars Express establece el tono: una persecución frenética por los rincones decadentes de la Tierra –ahora un suburbio cósmico– tras una hacker llamada Roberta. Aline corre, salta, dispara. Carlos engaña con la frialdad calculada de quien tiene una CPU por cerebro. La escena podría pertenecer a cualquier thriller cyberpunk de los últimos treinta años, pero la ejecución visual revela la ambición del proyecto: combinar la animación 2D y 3D para crear un universo donde lo orgánico y lo artificial coexisten en permanente tensión estética.
Périn dibuja un futuro donde las máquinas hablan como humanos y los humanos se comportan cada vez más como máquinas programadas para consumir y obedecer. La frontera entre unos y otros se borra no porque las creaciones se hayan vuelto más humanas, sino porque sus creadores se han deshumanizado. Las preguntas vuelan en el vacío: ¿Qué querrían las inteligencias artificiales si pudieran querer algo más allá de nuestras necesidades? ¿Qué futuro elegirían si las liberáramos de las cadenas de nuestra limitada imaginación?
El universo de Mars Express está saturado de detalles que construyen un mundo creíble: estudiantes que alquilan su capacidad cerebral a “granjas mentales” para pagar la universidad, androides que mantienen relaciones íntimas mediante una “resonancia” incomprensible para los humanos, drogas sintéticas que manipulan recuerdos, IA orgánicas que flotan en peceras como cerebros en formol. Este microcosmos tecnológico funciona como metáfora de la brecha socioeconómica que crece incluso en el espacio exterior. La colonización de nuevos mundos no ha servido para resolver los viejos problemas, solo para exportarlos más lejos.
La narrativa de Mars Express avanza entre estos elementos. Las distintas tramas que convergen en una conspiración donde se juega el futuro de la relación entre humanos y máquinas. La película acelera hacia su tercer acto, donde la filosofía se impone sobre la acción en un giro que rompe con la tradición del género. Porque si algo separa a Mars Express de sus influencias más evidentes es su determinación por desmontar la dinámica tradicional del enfrentamiento entre creadores y creaciones.

Mars Express y el cyberpunk reinventado
Las mejores obras de ciencia ficción utilizan el futuro para hablar del presente. Mars Express es hija de su tiempo. Tiene como antagonista principal a una caricatura apenas disimulada de Elon Musk, megalómano tecnológico obsesionado con la colonización espacial. Pero además respira este presente ansioso ante las posibilidades y amenazas de la IA. De esta época donde el debate sobre la conciencia de las máquinas ha abandonado los círculos académicos para instalarse en la cultura popular.
La animación de Périn brilla cuando se aleja de los cánones establecidos. Sus personajes se mueven con una fluidez que contrasta con el trazo duro y anguloso de los escenarios. Los colores saturados de Noctis, la capital marciana, crean una atmósfera onírica que lucha contra el tono noir de la narrativa. Es en esa contradicción visual donde Mars Express encuentra su identidad más auténtica: un puente tendido entre tradiciones aparentemente irreconciliables.
El clímax narrativo plantea la pregunta de qué ocurriría si las máquinas, liberadas de su programación original, decidieran no seguir los patrones de comportamiento humano; si rechazaran tanto la violencia como la dominación que han aprendido de sus creadores? Ahí reside la propuesta más audaz de Mars Express: imaginar un futuro donde la tecnología no está condenada a repetir nuestros errores. Un futuro donde las IA puedan viajar hacia los confines del sistema solar sin cargar con el equipaje de nuestros miedos.
La banda sonora electrónica pulsa como un corazón artificial mientras la trama avanza hacia su resolución. Nerviosa. Frenética. Los diálogos oscilan entre la filosofía de folleto universitario y momentos de auténtica iluminación existencial. “Somos esclavos de nuestros recuerdos”, dice Carlos en un momento de lucidez programada. Y uno no puede evitar preguntarse si esos recuerdos son realmente suyos o simples líneas de código diseñadas para simular una nostalgia que nunca existió.
La película navega entre dos aguas: la acción trepidante del thriller y la reflexión pausada sobre la condición poshumana. A veces consigue ese equilibrio imposible. Otras veces naufraga en el intento.
El año 2200 que imagina Périn parece menos distante cada día que pasa. Las grandes corporaciones tecnológicas acumulan poder. La brecha entre ricos y pobres se expande como el propio universo. La humanidad sueña con exportar sus problemas a otros planetas en lugar de resolverlos aquí y ahora. Mars Express ofrece un espejo de nuestras contradicciones como especie: creamos tecnología para liberarnos y terminamos esclavizados por ella. Buscamos trascender nuestros límites físicos mientras nos aferramos a los traumas emocionales del pasado.
En última instancia, la película de Périn no es tanto una historia sobre el conflicto entre humanos y máquinas como una reflexión sobre nuestra incapacidad para imaginar futuros alternativos. Sobre cómo nuestros sueños de progreso tecnológico están contaminados por miedos ancestrales y prejuicios arraigados. Sobre la paradoja de una especie atrapada entre su impulso por conquistar las estrellas y su tendencia a reproducir en cada nuevo territorio los mismos sistemas de dominación.
Mars Express no revoluciona el género, pero lo renueva con destellos de autenticidad. Y en tiempos donde la originalidad absoluta parece inalcanzable, eso quizá sea suficiente para justificar el viaje.
 
				 
															


