Maria Callas (2024): La voz que ardió dos veces

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Angelina Jolie encarna a la legendaria soprano en una película que trasciende el biopic convencional para convertirse en una elegía sobre el arte, la voz y el precio de la genialidad.

A Maria Callas le decían La Divina: así, con mayúsculas, como si fuera poco llamarla solo por su nombre. En el Manhattan de 1977, un departamento de lujo guarda los últimos secretos de una mujer que revolucionó la ópera, que la hizo sangrar, que la transformó para siempre.

Una vez más, Pablo Larraín hace de una mujer icónica un fascinante fantasma cinematográfico. Después de deconstruir la intimidad dañada de Jackie Kennedy y Diana de Gales, el director chileno ahora explora las sombras de la soprano más grande que dio el siglo XX. Lejos del tributo vacío o del ejercicio de canonización, Maria Callas propone una meditación alucinada sobre el arte, la fama y el deterioro.

Larraín no busca la historia oficial: busca el momento preciso en que una voz extraordinaria se apaga, ese instante en que el mito se hace carne y la carne se hace ausencia. La película es menos un relato que un paisaje psicológico. No pretende ofrecernos la Callas definitiva, sino una experiencia de su universo interior. El guion de Steven Knight podría haber sido otro drama predecible sobre una estrella en decadencia, pero aquí va más allá: Maria Callas es una película sobre el precio del arte, sobre cómo el genio puede devorarte desde adentro. Y Larraín, el maestro del cine-fantasma, convierte cada escena en una pieza de ópera visual, en un réquiem por una voz perdida.

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Angelina Jolie como Maria Callas

La última Callas: Angelina Jolie y la transformación total

Angelina Jolie se desliza por el encuadre como si fuera una nota musical sostenida: el porte, la mirada felina tras los lentes característicos, ese acento europeo que ronronea. En una de las interpretaciones más contenidas y calculadas de su carrera, encarna a una Callas casi espectral, una diva de 53 años mal automedicada que lucha contra su propia leyenda. Jolie logra transmitir la contradicción fundamental de la soprano: la necesidad de autenticidad frente a la imposibilidad de desligarse de la teatralidad que definía su vida.

La Maria Callas de Jolie es una criatura crepuscular, atrapada entre la gloria del pasado y un presente que se desvanece. Mueve un piano por todo el departamento como quien busca el lugar exacto donde recuperar la magia perdida. Ensaya para un regreso que nunca llegará. Se mira en espejos que le devuelven menos de lo que busca. Y sin embargo, hay una dignidad feroz en su decadencia, una negativa a ser simplemente otra diva caída.

El departamento parisino —obra del diseñador Guy Hendrix Dyas— es una jaula dorada donde cada rincón susurra historias pasadas. Ahí está Bruna (Alba Rohrwacher), la sirvienta devota; Ferruccio (Pierfrancesco Favino), el mayordomo paternal que le esconde las pastillas. A través de su relación con estos personajes, se revela la faceta vulnerable de Callas, que lucha por mantener conexiones humanas mientras lidia con su autopercepción fragmentada.

¿Es real ese periodista británico interpretado por Kodi Smit-McPhee, o es solo una alucinación inducida por el Mandrax? No importa. Lo que importa es cómo Larraín convierte estas visiones en un viaje donde la memoria y el deseo se funden hasta convertirse en la misma cosa.

También está Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer), el magnate griego que la abandonó por Jackie Kennedy. Pero Larraín sabe que la verdadera herida es más antigua: nos lleva a la Grecia ocupada, donde una joven Maria canta para oficiales nazis mientras su madre hace de proxeneta de su talento. La voz nace del trauma, parece decirnos. El don es también maldición.

Larraín juega con el tiempo como un director de orquesta: va y viene entre el blanco y negro suntuoso de los recuerdos y el color aterciopelado del presente. Las composiciones de Ed Lachman juegan con la luz y la sombra para reflejar el estado emocional de Callas, mientras que los encuadres cerrados y la atmósfera gótica del apartamento subrayan su aislamiento. Los escenarios que pisa la soprano en sus últimos años son desproporcionadamente grandes en comparación con su frágil ocupante, subrayando el vacío que la fama no pudo llenar.

La película respira ópera por cada poro: Bellini, Puccini, Donizetti. Las arias no son un adorno sino parte esencial de una narrativa emocional. Jolie —que estudió canto para el papel— se funde con las grabaciones originales de Maria Callas en un ejercicio de actuación que trasciende lo técnico. No importa dónde termina una y empieza la otra: importa ese dolor compartido, esa soledad de quien lo tuvo todo menos amor.

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Angelina Jolie como Maria Callas

Maria Callas: el réquiem definitivo de Pablo Larraín

“Tomé libertades toda mi vida, y el mundo se tomó libertades conmigo”, dice Callas, y en esa frase está todo el peso de una existencia vivida al filo del escándalo y la genialidad. A pesar de sus imperfecciones, la película logra reimaginar a la soprano no como un ícono inalcanzable, sino como una artista atrapada entre la celebración y el sacrificio.

Larraín cierra así su trilogía de mujeres icónicas del siglo XX, y lo hace con la más musical de las tres. Si Jackie era sobre el poder y Spencer sobre la libertad, Maria Callas es sobre el arte mismo: sobre cómo te consume, te eleva y finalmente te abandona. Larraín mira a Callas no como un objeto de estudio sino como una herida abierta en la historia del arte, una herida que sigue sangrando música.

La película es pretenciosa. ¿Y qué? La ópera es pretenciosa. Maria Callas era pretenciosa. Esta es una película que se atreve a alcanzar las alturas de su tema y lo logra. Es el tipo de cine que te recuerda el poder del arte para transformar el dolor en belleza.

Y al final, cuando Maria Callas canta el Ave María de Verdi, sientes que estás presenciando algo sagrado, con Angelina Jolie transformada en un fantasma luminoso que canta su propia elegía. Y es ese momento cuando entendemos la película es menos un retrato que una oración fúnebre, menos una biografía que un poema sobre la gloria y el precio que se paga por ella.

En definitiva, la película no busca resolver el enigma Maria Callas. En cambio, celebra el misterio mismo como parte integral de su legado. La divina, la diva, la voz. Esa diosa que Pablo Larraín y Angelina Jolie han conseguido invocar no para explicarla —¿quién puede explicar el genio?— sino para contemplarla en su compleja, dolorosa, magnífica humanidad.

Tráiler de la película:

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