Los Asesinos de la Luna: Sangre por petróleo

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En Los Asesinos de la Luna, Martin Scorsese explora los cimientos defectuosos de Estados Unidos, una nación construida sobre de los restos sepultados de sus pueblos nativos.

Para Martin Scorsese, el dinero es una máquina de producir ficciones. En algunas de sus mejores películas (Malas Calles, Buenos Muchachos, Casino, Los Infiltrados, El Lobo del Wall Street, El Irlandés y, ahora, Los Asesinos de la Luna), el dinero es lo que legisla la economía de las pasiones y organiza la trama de la historia. Es causa y efecto de la ficción: causa, porque para poder conseguirlo hay que inventar, falsificar, estafar, crear una ficción; y efecto, porque la violencia necesaria para obtenerlo acerca a los personajes a un nihilismo autodestructivo inevitable.

En las películas de Scorsese, enriquecerse es siempre la ilusión que se construye a partir de una inversión del mito del sueño americano: la creencia de que el dinero pertenece no a quien lo produce sino a cualquiera lo suficientemente insensible como para tomarlo. Es la epopeya de una apropiación violenta y fuera de la ley.

Los Asesinos de la Luna (Killers of the Flower Moon) continúa esa línea temática de su filmografía, pero la agrega una tendencia de parte del cine norteamericano contemporáneo que deconstruye la historia de Estados Unidos para poner en escena su pecado original. Scorsese lo rastrea hasta principios de los años 20’s, cuando los últimos vestigios del Viejo Oeste se mezclan con la modernidad capitalista como una posdata bárbara de las guerras indígenas.

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Leonardo DiCaprio como Ernest Burkhart en Los Asesinos de la Luna

Los Asesinos de la Luna: Civilización y barbarie en la tierra Osage

Estamos en Oklahoma, en el gueto al que fue desplazado el pueblo Osage luego de la conquista del país por parte del hombre occidental. Una tierra olvidada, que se convierte en el escenario de una conspiración sangrienta cuando se descubre petróleo en la zona y se otorgan los derechos de propiedad a los nativos.

Oklahoma presenta entonces una inversión del orden natural de la sociedad: los indígenas adaptan el estilo de vida y la frivolidad de la aristocracia blanca. La riqueza de la ciudad atrae a ladrones, falsificadores, jugadores, estafadores, fabricantes de alcohol ilegal y vendedores ambulantes. Pero también prospera un tipo más sutil de delincuente: el hombre blanco de negocios, el vecino con aura de respetabilidad que obtiene acceso a la intimidad y a las fortunas de los Osage a través de la venta de tierras, seguros y patrocinios (los indígenas son considerados incompetentes para manejar sus propias finanzas sin un tutor blanco designado).

Como escribió alguna vez Eduardo Galeano: “La caridad consiste en dar a los pobres lo que es suyo”. En este Estados Unidos de los años 20’s, la justicia consiste en devolver a los muertos lo que les fue robado. Pero les dura poco. La máquina ficcional del dinero funciona de otra manera. Su lógica es la acumulación, no la reparación.

“No deberían tener tanto dinero”, dice alguien en la película, y es la frase fundante de la masacre. La fortuna del petróleo es la narrativa que permite el crimen. En toda sociedad capitalista, el éxito ajeno es considerado un insulto personal. Y esas mansiones, esos autos, esos trajes de los nativos son una provocación demasiado grande para la mentalidad colonizadora.

Al mostrar a los Osage como víctimas de su propia riqueza, Scorsese completa el círculo de su filmografía. Ya nos había mostrado gángsteres, mafiosos, estafadores de Wall Street. Ahora nos muestra que la fortuna norteamericana es un cadáver exquisito: cada generación a la largo de la historia del país añadió su propio método para matar y robar. El western se moderniza, los indígenas cambian de nombre y de aspecto, pero el mecanismo sigue siendo el mismo.

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Leonardo DiCaprio y Lily Gladstone en Los Asesinos de la Luna

La violencia como el orden subterráneo del sistema

Los Asesinos de la Luna comienza con el regreso de Ernest (Leonardo Di Caprio) a su ciudad natal de Fairfax, Oklahoma, después de pelear en la Primera Guerra Mundial. Allí lo recibe su tío William Hale (Robert De Niro), el autoproclamado “Rey de Osage Hills”, un líder respetado por la comunidad que sabe reconocer a un idiota útil cuando ve uno. Hale es alguien que puede dar todo lo que necesita su sobrino –afecto, familia, dinero– y algo más, que Ernest no sabía que necesitaba: una esposa, preferentemente Osage.

Mollie (Lily Gladstone, con esa mirada donde cabe todo un genocidio) es la nativa rica que se enamora del blanco pobre. El arquetipo invertido. Ella, enferma, frágil, poderosa, indefensa. Su rostro es el mapa de una nación en extinción. Ve en Ernest a un tierno y poco lúcido coyote que quiere su dinero. Se casan y entre ellos nace una historia de amor perversa, mientras la ciudad es testigo de la muerte de toda la familia de Mollie y de parte de su tribu.

Los Asesinos de la Luna está saturada de los tics y las obsesiones de Scorsese, pero es ese tipo de historia que el cineasta demuestra que todavía puede contar mejor que nadie: un relato sobre la codicia, la corrupción y la escenificación de la violencia como el orden subterráneo del sistema. La película es una versión western de Pandillas de Nueva York, el plano de los cimientos defectuosos de Estados Unidos, una nación construida a través de un perverso darwinismo social, en el que el conflicto entre comunidades se resuelve en la aniquilación del Otro.

Cada plano general es un réquiem por algo que ya no existe. Cada primer plano de Mollie es el testimonio de una dignidad que se resiste a morir. Cada gesto de Ernest es la confesión de un país entero.

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Robert De Niro como William Hale en Los Asesinos de la Luna

Los Asesinos de la Luna y el nacimiento de una nación

La película es una historia monumental de hipocresía en la búsqueda de riqueza y poder, una vez más moldeada por los egos de hombres mezquinos reflejados. Pero aquí, Scorsese se permite explorar la psicología masculina desde una perspectiva más postmoderna: en la interpretación matizada e intransigente de Leonardo DiCaprio, la masculinidad plena deviene en una identidad ambivalente, en la que se mezclan la dureza y la violencia con el miedo, la afectividad y la ternura.

Además, el cineasta refleja ciertas ideas contemporáneas –la crisis de las instituciones y del discurso de la autoridad– en la figura del mentor y su manera de ejercer poder: paternalismo –que implica protección y oportunidades– y abuso de autoridad –que genera sumisión y provoca una servidumbre voluntaria. El Hale de De Niro es un personaje afablemente siniestro –que evoca al de Jack Nicholson en Los Infiltrados y a The Butcher Cutting de Daniel Day-Lewis en Pandillas de Nueva York: una figura paterna pintada por Goya, un Saturno a punto de devorar a sus hijos.

En Los Asesinos de la Luna todo funciona: el diseño de producción de Jack Fisk está atravesado por travellings sinuosos y cuadros barrocos sangrientos, llenos de simbolismo católico; la hipnotizante banda sonora de Robbie Robertson suena como el llanto de la tierra en un réquiem tribal; la fotografía de Rodrigo Prieto crea un ritual crepuscular en medio del caos; el guion coescrito con Eric Roth –basado en la novela histórica de David Grann– hace un complejo estudio de personajes mientras avanza hacia la verdad detrás de los asesinatos de los Osage.

Los Asesinos de la Luna es una película anti nostálgica, si entendemos la nostalgia como la incapacidad de imaginar algo diferente al pasado y de producir formas que puedan comprometerse con el presente (y mucho menos con el futuro). Scorsese es Shakespeare cuando retrata el ascenso y la caída espectacular del poder, y aquí finalmente exhuma el trauma fundacional de Estados Unidos y registra la lenta descomposición de una determinada idea que el país tiene sobre sí mismo. En Los Asesinos de la Luna, Estados Unidos es un gran Overlook, un edificio construido sobre un cementerio hirviente de codicia y ambición, que no nació en las malas calles urbanas, sino encima de los restos sepultados de sus pueblos nativos.

Tráiler de la película:

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