Disney sigue convirtiendo sus propias obras maestras en espejismos de sí mismas. La nueva versión de Lilo y Stitch, dirigida por Dean Fleischer Camp, es el ejemplo perfecto de esa alquimia postmoderna que transforma el oro en plomo: toma una película que era pura magia animada y la convierte en un ejercicio de ingeniería inversa que le roba el encanto de la rareza –esa combinación entre lo artesanal y lo improbable– para construir algo bien hecho, correcto, perfectamente inofensivo.
¿Por qué alguien pensó que era buena idea hacer una versión live action de una historia que vivía precisamente en la imposibilidad de ser real? Porque Lilo y Stitch no era solo una película animada: era un sueño de tarde de verano, una ensoñación dibujada a mano que funcionaba porque sabía que era imposible.
La versión original de 2002, creada por Chris Sanders y Dean DeBlois, tenía esa cualidad esquiva que solo poseen las grandes obras de Disney: parecía hecha sin esfuerzo, como si alguien hubiera encontrado la historia tirada en una playa hawaiana y hubiera decidido contarla tal como la había encontrado.
Stitch cae del cielo, Lilo lo encuentra, lo llama familia. La película de 2002 era una suerte de accidente feliz: una mezcla absurda entre alienígenas, Elvis Presley y duelo infantil. Funcionaba porque no se esforzaba. Era eso que se logra sólo cuando no se lo busca: ternura sin cálculo, locura sin ironía, emoción sin manipulación. Un pequeño milagro.
Los fondos en acuarela –una técnica que Disney no usaba desde los años 40’s– creaban un mundo donde un alienígena azul podía hacerse pasar por un perro sin que nadie hiciera demasiadas preguntas. Las líneas redondeadas de Sanders convertían a cada personaje en una caricia visual. La versión animada de Lilo y Stitch respiraba al ritmo de las olas, que se tomaba su tiempo para que sintiéramos el peso de la pérdida, la desesperación de Nani tratando de mantener unida a su familia fracturada, la soledad abismal de una niña que no encaja en ningún lado.
Lilo y Stitch 2025: El arte de cuidarse en medio del desastre
La nueva versión de Lilo y Stitch, en cambio, parece haber sido hecha por alguien que entendió la letra pero no la música. Camp, cuyo Marcel, el Caracol con Zapatos demostraba una sensibilidad exquisita para capturar la belleza en lo pequeño, aquí se encuentra atrapado en la paradoja del remake fiel: mientras más trata de replicar la original, más evidencia su propia falta de razón de ser.
El problema no son los actores. Maia Kealoha aporta una dulzura genuina a Lilo, y Sydney Elizebeth Agudong logra que Nani sea algo más que la hermana preocupada del original: aquí es una joven con sueños propios, con una vida que se desmorona bajo el peso de responsabilidades que nunca pidió. Zach Galifianakis y Billy Magnussen encuentran el tono correcto para Jumba y Pleakley, y es un acierto que interpreten tanto las versiones alienígenas como las humanas de sus personajes. Los guiños a los fans –Tia Carrere, Jason Scott Lee, Amy Hill– funcionan como pequeños regalos nostálgicos.
Pero todo eso se desvanece ante una historia no estaba destinada a suceder en el mundo real. En animación, cuando Stitch destruye una casa, es divertido. En live-action, uno no puede evitar pensar en el seguro, en los gastos de reparación, en las consecuencias reales de vivir con un alienígena destructivo. La magia se convierte en logística, el encanto en preocupación práctica.
Es como si alguien hubiera decidido hacer una versión en vivo de un cuento de hadas y se hubiera empeñado en explicar cómo funcionan realmente las calabazas que se convierten en carruajes. Hay preguntas que es mejor no responder, mundos que es mejor no tocar con demasiada realidad.
Camp parece consciente de este problema, y por eso acelera. La nueva Lilo y Stitch es frenética donde la original era pausada, ruidosa donde aquella era contemplativa. Es como si tratara de compensar con velocidad lo que perdió en alma. Pero esa velocidad mata precisamente lo que hacía especial al Stitch original: su capacidad para interrumpir, para romper el ritmo tranquilo de la vida hawaiana. Cuando todo es caos, nada es caótico.
Lilo y Stitch funciona mejor en sus momentos más íntimos, cuando se toma un respiro para explorar la relación entre las hermanas o cuando Stitch comienza su transformación de máquina de destrucción a miembro de la familia. Pero esos momentos se sienten como oasis en un desierto de efectos especiales y persecuciones que nadie pidió.
Lilo y Stitch 2025: Nostalgia bajo contrato
Esta nueva versión hace algo que la original nunca hizo: nos recuerda constantemente que estamos viendo una película. La magia del cine de animación –especialmente del mejor cine de animación de Disney– es que nos permite olvidar que estamos viendo dibujos en movimiento. Nos sumergimos tan completamente en ese mundo que dejamos de cuestionar sus reglas. Esta Lilo & Stitch hace lo contrario: nos mantiene siempre conscientes de que estamos viendo actores actuando, efectos digitales efectuando, una historia que ya conocemos siendo contada una vez más.
Al final, queda la sensación de haber asistido a un experimento fallido, a la demostración de que hay historias que no pueden ser traducidas, solo traicionadas. La original Lilo y Stitch sigue ahí, intacta en su perfección acuarelada, recordándonos que a veces la mejor manera de honrar una obra maestra es dejarla en paz.
En una época donde Disney parece decidido a convertir cada uno de sus clásicos animados en versiones live-action, Lilo y Stitch se convierte en una lección sobre los límites de la nostalgia industrializada. No todo lo que brilla en animación puede brillar en la realidad. Algunas magias, una vez perdidas, simplemente no pueden ser recuperadas.