Crítica La Venganza (Sons): El castigo como forma de duelo

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En La Venganza, Gustav Möller convierte una cárcel en un teatro de dominación emocional donde el poder punitivo suplanta al dolor materno. ¿Hasta qué punto la justicia es solo una forma de revancha?

El castigo no es una respuesta: es repetición, pedagogía invertida: educar en el daño porque te han dañado. En la cárcel danesa donde transcurre La Venganza, no hay redención posible porque no hay margen para la inocencia. Ni en los presos ni en los que los custodian. Y si el crimen tiene una causa, la venganza tiene un efecto: confirmar que nadie sale entero de un sistema obsesionado en castigar.

Gustav Möller ya había demostrado en The Guilty que podía sostener una película con un solo rostro y una línea telefónica. Pero lo que en aquel debut era un ejercicio de tensión y economía narrativa, en La Venganza se vuelve algo más sombrío, más espeso. Esta vez, el encierro no es simbólico: es físico, institucional, emocional. Y la pregunta ya no es si la protagonista podrá resolver un caso. La pregunta es si puede sobrevivir a su propia culpa.

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Sidse Babett Knudsen como Eva en La Venganza (Sons)

La Venganza: El encierro como estado moral

Eva trabaja en el pabellón de baja seguridad, donde los presos son casi domésticos: pelean por el baño, hacen yoga, resuelven problemas de matemáticas. Ella los trata con esa mezcla de autoridad y ternura que solo pueden permitirse quienes han perdido la oportunidad de ejercerla donde correspondía. Sidse Babett Knudsen (Westworld, El Duque de Burgundy) –esa actriz que siempre parece estar conteniendo algo que podría explotar– construye a Eva como una mujer que encontró en el trabajo la familia que no puede tener en casa. Cada mañana pregunta a los internos si durmieron bien, como una madre tardía y profesional.

Pero apenas aparece Mikkel, todo eso se desvanece. Porque Mikkel no es un preso más: es el hombre que mató a su hijo.

Sebastian Bull lo interpreta como un animal que aprendió a caminar erguido pero no a domesticarse del todo. Eva lo ve pasar rumbo al Centro Cero –el pabellón de máxima seguridad– y algo se rompe en su rutina de compasión simulada.

Eva pide el traslado a ese sector, un lugar subterráneo, sórdido, ajeno a toda vigilancia real La lógica dice que el sistema debería haber detectado el conflicto. Pero La Venganza no está interesada en la verosimilitud institucional. Está interesada en el teatro íntimo de la revancha. En lo que ocurre cuando una madre tiene acceso directo al asesino de su hijo. Lo que Möller propone es un escenario cerrado en el que dos cuerpos –uno culpable, otro herido– empiezan consumirse mutuamente.

Eva no quiere justicia. Quiere control. Que en una prisión con cámaras de seguridad y protocolos estrictos se vuelve un ejercicio de creatividad sádica. Le niega cigarrillos a Mikkel. Lo pone en aislamiento. Lo humilla con pequeñas y persistentes acciones que buscan lo mismo que todo sistema carcelario: disciplinar, quebrar, convertir a un ser humano en un reflejo obediente de lo que esperan de él. Möller entiende que el verdadero horror no está en la violencia explícita sino en la violencia institucionalizada, esa que se disfraza de orden y justicia.

Pero el problema con la venganza es que nunca se detiene donde empieza. Siempre pide más. Y en algún punto, Eva ya no castiga a Mikkel por lo que hizo: lo castiga porque puede. Porque el poder se transforma en adicción. Y ese tránsito –del dolor a la soberbia, de la víctima al victimario– es el verdadero centro moral de La Venganza. No importa cuánto se justifique: Eva se convierte en aquello que cree combatir. En una figura autoritaria, imprevisible, dispuesta a manipular pruebas, a sabotear tratamientos, a desfigurar la realidad con tal de seguir lastimando.

Möller no convierte a su protagonista en una villana. La mira con un respeto seco, sin sentimentalismos. La cámara la sigue como su sombra. La encuadra en un formato 4:3 que suprime el mundo. Y a través de esa mirada, lo que aparece no es solo una mujer marcada por el dolor, sino un sistema entero que permite –y fomenta– ese tipo de crueldad. Porque La Venganza no es solo el relato de una tragedia personal: es una forma de decir que las cárceles no corrigen, solo perpetúan lo que ya estaba roto.

Mikkel, por su parte, no es un personaje diseñado para redimirse. No hay arco de transformación, ni revelaciones tardías, ni lágrimas de arrepentimiento. Es un joven endurecido que responde a la hostilidad con más hostilidad. Es una presencia opaca, impredecible, casi sin interior. Hay algo en Eva que lo inquieta. Que lo provoca. Y el juego se invierte cuando Mikkel comprende que sus castigos tienen un origen personal. La víctima se vuelve victimario y Eva queda a merced del hombre al que quería destruir.

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Sebastian Bull como Mikkel en La Venganza (2024)

La Venganza: Gustav Möller y la ética del castigo

La Venganza plantea preguntas sobre el sistema penitenciario, pero no se queda en la denuncia social. La película sugiere que Eva es un microcosmos de la sociedad que la emplea: una institución que predica la rehabilitación pero practica el castigo, que habla de justicia pero administra venganza. ¿Cuál es realmente el trabajo de Eva? ¿Ayudar a estos hombres a reinsertarse en la sociedad o asegurarse de que paguen por lo que hicieron?

La película no ofrece catarsis. Eva se transforma, pero no hacia una comprensión más profunda de su propia crueldad. El sistema penitenciario es retratado como una máquina eficiente de perpetuar el daño: los presos salen más peligrosos de lo que entraron, los guardias se vuelven tan duros como los criminales que custodian.

La Venganza termina sin ofrecer respuestas reconfortantes. “Algunas personas no pueden salvarse”, le dicen a Eva. Möller deja flotando la pregunta de si habla de Mikkel, del hijo muerto o de ella misma. Probablemente de los tres. El sistema penitenciario no está diseñado para salvar a nadie sino para administrar el fracaso con eficiencia burocrática.

El cine danés contemporáneo tiene esa capacidad de encontrar el infierno en los lugares más ordenados y vigilados. La Venganza –con el pulso pero sin la profundidad de No Matarás de Kieslowski y de El Experimento de Hirschbiegel– es una radiografía de la justicia en las sociedades occidentales. Eva busca venganza y la encuentra, pero descubre que la venganza no cura nada: solo perpetúa el ciclo de daño que, al final, nos incluye a todos. Möller no busca conmover. Busca confrontar. Y lo logra. Sin estridencias. Sin discursos. Con la precisión de una sentencia.

Tráiler de la película:

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