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Crítica La Máquina: The Smashing Machine | La fuerza como forma de vacío

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La Máquina: The Smashing Machine desarma el mito del cuerpo invencible y transforma a Dwayne Johnson en un luchador que ya no pelea por ganar, sino por no desaparecer.

Mark Kerr fue un cuerpo antes de ser un personaje. Un cuerpo que golpeó, que se deformó, que resistió. Benny Safdie reconstruye esa masa de músculos, de dolor y de silencio que alguna vez se creyó indestructible. Pero La Máquina: The Smashing Machine no es la historia de un campeón, ni la de un perdedor. Es la historia de lo que pasa cuando la fuerza deja de servir como defensa.

El punto de partida es un luchador en los márgenes de la historia del deporte. Pero Safdie no filma una biografía, filma un laboratorio donde se observa cómo la violencia se organiza, cómo se dosifica, cómo se administra la fragilidad. En el ring, Kerr (Dwayne Johnson) parece una máquina. Afuera, un hombre que no sabe qué hacer con tanto cuerpo. La paradoja está ahí, en esa acumulación de músculos que no alcanza para sostener una vida.

El director trabaja sobre el límite entre la ficción y el documento. Repite escenas, copia gestos, imita el material del documental original de John Hyams. Pero en esa insistencia aparece otra cosa: una especie de vacío moral. Safdie registra los entrenamientos, los viajes, las rutinas. Deja que los cuerpos hablen por sí solos, que el ring funcione como confesionario. No hay épica deportiva sino cansancio existencial: una secuencia de movimientos repetidos hasta que el cuerpo se vuelve un mecanismo que ya no entiende por qué se mueve.

El mundo de La Máquina: The Smashing Machine está hecho de detalles mezquinos: managers que regatean honorarios, promotores que sonríen por reflejo, periodistas que confunden humanidad con debilidad. La cámara sigue a Kerr como si fuera una especie en peligro: un animal que intenta adaptarse a ese entorno que lo consume. Johnson, inmenso y casi irreconocible, es un gigante que habla bajito, se disculpa, parece incómodo ocupando el espacio. Cada plano de su espalda musculosa cuenta una historia completa: la ambición, los esteroides, el dolor, la supervivencia.

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Dwayne Johnson como Mark Kerr en The Smashing Machine

La Máquina: The Smashing Machine | Dwayne Johnson contra su propio cuerpo

Dwayne Johnson ofrece la mejor actuación de su carrera porque, por primera vez, se le permite ser opaco. No hay carisma, no hay ironía, no hay héroe. Hay un hombre enorme que camina como si temiera romper el suelo. Su rostro cubierto de prótesis se vuelve una máscara de fatiga, pero detrás de ella se adivina algo más: una tristeza que no tiene nombre. Johnson consigue convertir su propio cuerpo, símbolo del exceso y del espectáculo, en un espacio de fragilidad. Su Kerr no es un personaje trágico, sino alguien que perdió la medida de sí mismo.

Emily Blunt aporta una electricidad distinta. Dawn, la novia de Kerr, no es solo la mujer preocupada que mira desde el costado. Bebe, discute, colapsa. Expone la grieta que divide al hombre de la máquina. La relación entre ambos oscila entre la ternura y el hartazgo, entre el cuidado y la asfixia. Hay una escena –ella sentada, él de pie, apenas separados por un silencio– que resume toda la película: dos cuerpos incapaces de sostener el peso del otro. Y esa química funciona porque ninguno finge ser mejor de lo que es.

La Máquina: The Smashing Machineproducida por A24– podría haber sido un estudio sobre la masculinidad, pero a Safdie no le interesa el macho derrotado sino la humanidad que sobrevive en el cuerpo que no se rinde. Cada golpe que Kerr recibe parece venir de adentro, como si la autodestrucción fuera el único lenguaje que entiende. Es un adicto a la intensidad: necesita pelear para sentirse real.

En esa línea, La Máquina: The Smashing Machine funciona también como una reflexión sobre el propio cine de Safdie. Su obsesión por el riesgo, por el cuerpo en tensión, por el caos controlado, encuentra aquí una forma más seca y más adulta. La cámara ya no busca el desborde: busca la quietud después del impacto.

A diferencia de Good Time o Uncut Gems, en La Máquina: The Smashing Machine no hay vértigo. Safdie renuncia al frenesí y apuesta por la repetición, por la rutina, por el silencio. Filma la violencia sin énfasis, como si fuera una trabajo más. El resultado es un retrato de la descomposición: un hombre que se apaga lentamente mientras el mundo lo mira con indiferencia profesional. Aquí no hay caída porque nunca hubo altura desde donde caerse.

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Emily Blunt como Dawn Staples en La Máquina: The Smashing Machine

La Máquina: The Smashing Machine | Benny Safdie y el arte de filmar el cansancio

La Máquina: The Smashing Machine se apoya en una puesta en escena austera. El uso del formato casi documental, la luz plana, los encuadres cerrados, todo conspira para borrar cualquier rastro de artificio. Pero bajo esa superficie naturalista se esconde una composición precisa: cada movimiento parece calculado para revelar el desgaste de la rutina. Y esa inercia, ese movimiento sin sentido, es lo que le da a la película su extraña belleza.

El guion evita el arco clásico del biopic. No hay aprendizaje, no hay triunfo moral. Lo que hay es tiempo. Tiempo que pasa, que pesa, que se acumula sobre los hombros del protagonista como otro tipo de carga. Safdie se niega a convertir la historia en una parábola sobre la redención o el sacrificio. Kerr no aprende nada. Solo sigue adelante porque no sabe qué más hacer.

La Máquina: The Smashing Machine es una película física, pero también tiene algo espiritual en la manera en que el dolor se convierte en una forma de presencia. Kerr se lastima para sentir que todavía está ahí. Safdie entiende que la violencia no siempre destruye: a veces simplemente confirma la existencia. Por eso los combates son secos, sin clímax, sin música triunfal. Son rituales de supervivencia. Cuando Kerr empieza a desmoronarse, hay una serenidad nueva en ese deterioro. Como si la máquina entendiera, por fin, que perder también puede ser una forma de descanso.

Hay una pregunta que queda en el aire: ¿por qué alguien elegiría dedicar su vida a algo que lo va a destruir? Mark Kerr no tiene respuesta. Safdie tampoco. Solo quedan los cuerpos, la sangre que se limpia después de cada pelea, las cicatrices que se acumulan, la compulsión que no se puede articular pero que empuja igual. Al final, la película no trata sobre victorias ni derrotas. Trata sobre de por qué sangramos.

La Máquina: The Smashing Machine es una radiografía de la fatiga. La del cuerpo, la de la fama, la de la vida misma. Lo que queda, al final, es una especie de calma extraña: la de quien ya no espera nada y, por eso, deja de pelear. La película promete ruido, pero ofrece lo contrario: un silencio lleno de golpes que ya pasaron. Safdie filma a un hombre que no sabe cómo dejar de ser fuerte. Y en esa contradicción encuentra la verdad más simple y más triste: que a veces la única manera de seguir de pie es aprendiendo a caer.

Tráiler de la película:

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