Crítica La Madre de Todas las Mentiras: La política del recuerdo

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La Madre de Todas Las Mentiras reconstruye una memoria familiar marcada por el silencio para narrar una revuelta olvidada de la historia de Marruecos.

En La Madre de Todas las Mentiras (The Mother of All Lies), Asmae El Moudir reconstruye uno de los capítulos más silenciados de la historia marroquí a partir de algo aún más frágil: una infancia sin fotografías. Solo una sobrevive –tomada de contrabando en la Noche del Destino, con un fondo kitsch de las playas de Hawái–, ya que su abuela Zahra había decretado que la fotos son contrarias al Corán. El documental parte del vacío visual: ausencia de imágenes, ausencia de memoria. Pero esa falta se vuelve catalizadora de una reconstrucción hecha a mano.

Junto a su padre, la directora recrea la calle de su infancia en el barrio de Sbata, Casablanca. Fabrican miniaturas de arcilla y las convierten en dioramas que sirven como objetos de interrogación. Los vecinos, los amigos, sus padres y, con mayor dificultad, su abuela, son invitados a interactuar con esas figuras, hablar del pasado, compartir relatos. La Madre de Todas las Mentiras es un taller de la memoria donde cada muñeco funciona como figura del recuerdo y cada voz sugiere una verdad colectiva.

El paso central es el reencuentro con su abuela, una mujer que controla la narrativa familiar negando incluso los álbumes fotográficos. Zahra representa la madre de todas las mentiras: una mentira piadosa tras otra, tejidas para proteger o borrar, que terminan atravesando generaciones. Cuando destruye una maqueta con su bastón porque entiende que la imagen es pecado, también destruye su versión del pasado.

Poco a poco aparecen las grietas. Históricamente, el barrio fue escenario de las revueltas del pan de 1981, cuando murieron cientos de personas en Casablanca. Durante la primera hora de La Madre de Todas las Mentiras, el pasado colectivo está velado, filtrado por relatos familiares que evitan el trauma, mientras los vecinos que vivieron esos días reconstruyen episodios fragmentarios: la policía disparando, la calle insegura, el miedo latente. No hay imágenes oficiales. Solo la memoria hablada y el tacto de las miniaturas.

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Mohamed El Moudir en La Madre de Todas las Mentiras (2023)

La Madre de Todas Las Mentiras: La maqueta de la memoria

El Moudir filma en primera persona: su voz en off busca perturbar el relato. No quiere contar una verdad definitiva. Quiere mostrar que dentro de un mismo hogar conviven versiones opuestas. “No quiero documentar la historia real”, dice, “quiero filmar la multiplicidad de puntos de vista dentro de una casa, porque eso refleja también la historia del país”. Es una observación política: la impostura no empieza en los gobiernos, empieza en la mesa familiar.

El dispositivo visual del documental –planos de las manos del padre modelando cada calle, escenas donde la cámara queda flotando sobre la maqueta y los personajes reales aparecen al fondo– funciona. El Moudir está presente, no delega su mirada al objeto. Ella aparece, pregunta, debe convencer a su abuela, revive peleas silenciosas que siempre quedaron sin grabar.

El ritmo de La Madre de Todas las Mentiras no es lineal. Avanza por saltos –del silencio familiar al clamor colectivo– concediendo espacio al absurdo: vecinos que ríen, alguien que olvida la fecha, retazos de canciones infantiles, una abuela impasible ante la demanda del pasado. Pero detrás de esa ligereza aparente late una tensión profunda: el trauma no reconocido se hereda y se olvida de forma contraria –cada familia dice una cosa diferente, cada calle recuerda otra explosión.

Cuando, hacia el final, se revela el episodio de la rebelión y la madre de todas las mentiras se cruza con los vecinos que lloran, la película alcanza una intensidad difícil. Hay confesiones: alguien dice “yo vi morir a mi padre” y otro confiesa que ha negado ese momento a sus hijos. Ese duelo compartido –sin espectadores, solo con lugareños– es lo más poderoso del documental: un duelo sin ritual oficial, un altar improvisado con muñecos de barro.

El estilo visual opera como espejo: lo pequeño reproduce lo colectivo. Una calle en miniatura se convierte en Ciudad real; una figura de arcilla representa supervivencia e invisibilidad. Y cada habitante que articula su verdad se instala como ficha en un mosaico que da cuerpo a la noción de “mentira blanca”. Pequeñas discrepancias familiares que tienen eco en la historia nacional de represión, silencio, borrado.

El resultado es un acto de reconstrucción sin garantí­as. No hay comprobación final, no hay revelación pública; hay apertura de preguntas que quedan abiertas. La directora construye su archivo familiar para restituir una memoria perdida: un brasero que contenga el fuego de la “era del plomo” marroquí. En la pantalla, ese gesto se siente revolucionario: un cine que inventa su propio registro en ausencia de documentos oficiales.

La Madre de Todas las Mentiras pregunta quién tiene el derecho de contar y de callar, qué sucede cuando una generación concluye que olvidar es una forma de protección, y cómo ese silencio configura identidades múltiples que nunca se alinean. No hay reconciliación gráfica porque el trauma no se puede mostrar: se siente en la grieta que resuena entre una mentira familiar y un asesinato colectivo no registrado.

Tráiler de la película:

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