Crítica La Leyenda de Ochi: El museo de la infancia perdida

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La Leyenda de Ochi es un viaje iniciático sobre el valor de la empatía en un mundo dominado por el miedo. Una historia sobre la comunicación más allá de las palabras y el precio de la rebeldía.

En los bosques de Carpathia –esa isla imaginaria donde los carros tirados por caballos conviven con los minimercados y el tiempo parece haberse quedado dormido en algún pliegue del siglo XX– viven los ochis, esas criaturas con pelaje rojizo y ojos que parecen dos pozos negros en lagos azules. Los aldeanos los cazan porque creen que devoran su ganado; los ochis huyen porque saben que los aldeanos los matarán. Entre ambas certezas se construye La Leyenda de Ochi, la primera película de Isaiah Saxon, un realizador que viene del mundo de los videoclips y que entiende el cine como arquitectura emocional: cada elemento en su lugar preciso, cada detalle calculado para producir el efecto deseado.

Yuri, una adolescente de catorce años interpretada por Helena Zengel, encuentra un ochi bebé herido y decide devolverlo a su familia. Su padre Maxim –Willem Dafoe con armadura dorada y expresión de cruzado medieval– lidera una milicia de niños entrenados para cazar ochis. Su madre Dasha –Emily Watson con una mano de madera y aire de mujer que conoce secretos– desapareció hace tiempo, dejando un vacío que nadie se atreve a nombrar. Ahí se encuentra el conflicto de La Leyenda de Ochi: la niña que protege aquello que su padre destruye, el eterno enfrentamiento entre la comprensión y el miedo, entre la ternura y la violencia.

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Helena Zengel como Yuri en La Leyenda de Ochi

La Leyenda de Ochi: El mundo artesanal de Isaiah Saxon

Isaiah Saxon ha tardado años en construir este mundo y se nota en cada plano. Los ochis son títeres y animatrónicos, los paisajes son pinturas mate, los efectos especiales salen de manos humanas y no de algoritmos. Es un ejercicio de nostalgia que remite directamente a E.T., Los Gremlin, La Historia Sin Fin y El Cristal Encantado: esas películas de los 80’s que construyeron la mitología de la infancia contemporánea. Pero aquí radica tanto la fortaleza como la trampa de La Leyenda de Ochi: es un homenaje tan perfecto que se convierte en museo.

El mundo de Carpathia respira autenticidad artesanal. Los colores vibran con esa intensidad que solo existe en los mundos imaginarios. Cada arruga en el rostro de los ochis, cada gota de rocío en las hojas, cada rayo de luz filtrado por la bruma parece haber sido colocado allí por manos que conocen su oficio. Saxon y su equipo logran crear un universo que parece recordado antes que inventado, un lugar que existe en esa zona imprecisa donde se encuentran los sueños infantiles y las pesadillas adolescentes.

Pero la perfección técnica no alcanza para ocultar cierta carencia conceptual. Yuri es una protagonista construida por sustracción: tímida donde debería ser valiente, rebelde donde debería ser reflexiva, sensible donde debería ser inteligente. Su viaje iniciático transcurre por territorios demasiado conocidos, su transformación sigue los pasos previsibles del manual del héroe juvenil. Maxim, el padre cazador, es apenas una versión actualizada del capitán Ahab: obsesivo, ciego, incapaz de ver más allá de su propia furia.

Los ochis, por su parte, funcionan como espejos emocionales: reflejan la bondad de Yuri y la maldad de Maxim sin desarrollar personalidad propia. Son criaturas diseñadas para despertar ternura, no para existir como seres autónomos. El gran malentendido de la película: confundir lo adorable con lo significativo.

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Emily Watson como Dasha en La Leyenda de Ochi

La Leyenda de Ochi: Comunicación sin palabras

La Leyenda de Ochi aspira a ser una reflexión sobre la comunicación y el entendimiento entre especies diferentes, pero se queda en la superficie de sus propias metáforas. Los ochis hablan a través de sensaciones y melodías, un lenguaje que trasciende las palabras y se conecta directamente con las emociones. Yuri aprende su lenguaje después de ser mordida por ochi, como si la violencia instintiva –tan distinta a la violencia heredada– fuera el único camino hacia la comunicación total. Es una idea poderosa que Saxon no termina de desarrollar, como si temiera profundizar en las implicaciones de su propia propuesta.

El verdadero logro de La Leyenda de Ochi está en su capacidad para crear un mundo que se siente habitado, un universo donde cada elemento tiene su historia y su función. Saxon ha construido una máquina de producir nostalgia que funciona: después de ver la película, la memoria la almacena como si fuera un recuerdo de la propia infancia. Es el triunfo de la artesanía sobre la narrativa, de la técnica sobre la emoción, del museo sobre la vida.

En tiempos donde la inteligencia artificial amenaza con homogeneizar la creación visual, La Leyenda de Ochi se presenta como un manifiesto de resistencia artesanal. Cada plano proclama el valor de lo hecho a mano, cada efecto especial reivindica la superioridad de la imperfección humana sobre la perfección digital.

Saxon ha demostrado que puede construir mundos, pero aún debe aprender a poblarlos de historias que merezcan ser contadas. La Leyenda de Ochi es un hermoso objeto de contemplación, un ejercicio de virtuosismo técnico que se admira más de lo que se ama. Como las mejores piezas de museo, invita a la contemplación reverente pero no al abrazo emocional. Y quizás esa sea su mayor limitación: en su búsqueda de la perfección nostálgica, ha olvidado que las mejores películas infantiles no son aquellas que imitan la infancia, sino las que la comprenden.

Tráiler de la película:

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