La directora noruega Emilie Blichfeldt toma los cuentos de hadas y les arranca la piel. Su ópera prima, La Hermanastra Fea (The Ugly Stepsister), reescribe La Cenicienta de los hermanos Grimm como si hubiera sido creada por David Cronenberg pasado de floripondio. No hay hadas madrinas, solo un médico que opera con martillo y una madre dispuesta a todo. La Hermanastra Fea es una película sobre el horror de querer ser otra persona, filmada con una cámara que corta hasta encontrar el hueso.

La Hermanastra Fea: Elvira, la victimaria de sí misma
Elvira llega en carruaje a una casona sueca del siglo XVIII con la sonrisa torcida de quien carga aparatos ortopédicos y sueños imposibles. La interpreta Lea Myren con esa mezcla de inocencia y determinación que caracteriza a los personajes que están destinados a romperse contra el mundo. Su nueva hermanastra Agnes es todo lo que ella no es: rubia, etérea, perfecta como un cuadro prerrafaelita que hubiera cobrado vida solo para humillarla. La tensión entre ellas no es drama: es una cuestión biológica.
La actuación de Lea Myren es el corazón sangrante de la película. Su Elvira navega entre la tragedia y la comedia sin perder nunca la humanidad. Porque Elvira no es víctima ni heroína: es una mujer atrapada en un sistema que la obliga a elegir entre la invisibilidad y la automutilación.
Cuando se anuncia el baile donde el príncipe Julian elegirá esposa, comienza la transformación de Elvira. Pero Blichfeldt no cree en las metamorfosis dulces. La Hermanastra Fea es un catálogo de mutilaciones voluntarias: narices rotas a martillazos, pestañas transplantadas con aguja, brackets arrancados sin anestesia. La belleza se construye como un mito cristiano: con sangre, sudor y la creencia de que el dolor es el precio de algo mejor.

La Hermanastra Fea: El body horror como espejo de la obsesión por la belleza
La Hermanastra Fea es body horror, pero también algo más perverso: la normalización de la violencia autoinfligida en nombre de un ideal. Pero Blichfeldt no busca hacer un manifiesto sobre aceptarse a uno mismo ni una denuncia explícita de los cánones de belleza. La película es más inteligente: sólo muestra la promesa de que siempre se puede ir más lejos, cortar más profundo, sacrificar más carne en busca de la perfección.
La fotografía de Marcel Zyskind convierte cada plano en una radiografía del infierno doméstico. Cada escena está compuesta como una naturaleza muerta barroca, pero el contenido es pura brutalidad contemporánea. Los interiores góticos de la mansión contrastan con la crudeza de los procedimientos médicos, como si la película no pudiera decidir si quiere ser un cuento de hadas o una película de terror. Quizás porque entiende que, en el fondo, son la misma cosa: relatos sobre mujeres que deben transformarse para ser amadas.
La película pertenece a esa tradición del cine nórdico que encuentra alguna verdad en lo siniestro. Pero La Hermanastra Fea va más allá: es un espejo donde cada sociedad puede reconocer sus propias obsesiones. El príncipe Julian es un muñeco rubio sin personalidad, porque el objeto del deseo siempre es intercambiable. Lo que importa no es conseguirlo, sino la destrucción que su búsqueda genera.
Con ecos que van desde La Naranja Mecánica hasta La Sustancia, La Hermanastra Fea no es una película fácil de ver ni fácil de olvidar, porque se mueve a través de la ambigüedad moral de un sistema que no tiene villanos individuales sino una estructura completa dedicada a la producción de sufrimiento. Blichfeldt ha construido un artefacto cinematográfico que trasciende el body horror: es una autopsia sobre nuestra complicidad con una cultura que prometió que la belleza nos salvaría, pero solo nos enseñó nuevas formas de sufrir.
 
				 
								


