Crítica Hurry Up Tomorrow: Abel Tesfaye o cómo llorar con autotune

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La voz se quiebra, la fan lo ata, la casa arde. En Hurry Up Tomorrow, Abel Tesfaye intenta incendiar la figura de The Weeknd con un ejercicio de estilo que queda atrapado en su propio narcisismo.

Onanismo, confesión, exorcismo: Hurry Up Tomorrow es la película que Abel Tesfaye –más conocido como The Weeknd– se regaló a sí mismo como epitafio de su alter ego musical: esa clase de masturbación emocional que practican ciertos artistas cuando confunden autocompasión con profundidad, pose con sustancia, exhibicionismo con vulnerabilidad. Un ejercicio de autocomplacencia disfrazado de introspección, que exhibe al cantante en crisis como una postal gótica: desmoronado pero hermoso; golpeado pero con maquillaje; destruido pero con sonido hi-tech.

El canadiense decidió que era hora de matar a The Weeknd para dar a luz a algo nuevo, más auténtico, más real. Que basta de fiestas que terminan mal y canciones que empiezan peor. Que lo suyo ya no es la balada con brillantina, sino la expiación, el arrepentimiento, el “quiero cambiar, quiero el dolor” que canta en el tema que da título a la película y al disco. La inmolación es más rentable cuando hay cámaras.

Abel contrató a un buen director, Trey Edward Shults (Las Olas, It Comes at Night) y filmó en 35mm para que parezca algo serio. Juntos construyeron esta película que acompaña al músico en una gira que se convierte en un vía crucis personal, donde cada concierto es una estación más hacia el colapso inevitable. Tesfaye interpreta a una versión de sí mismo que sufre, se droga, transpira, llora, canta, maltrata mujeres y que, sobre todo, se mira al espejo con la fascinación de Narciso descubriendo el agua. Shults intenta traducir el martirio al lenguaje visual y lo logra: Hurry Up Tomorrow se ve como una procesión de videoclips ambientados en el purgatorio.

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Barry Keoghan como Lee en Hurry Up Tomorrow

Hurry Up Tomorrow: La redención según The Weeknd

La trama de Hurry Up Tomorrow: Abel está de gira, perdiendo la voz y la cordura. Lo atormenta el recuerdo de una ex novia –Riley Keough prestando su voz a un fantasma– que lo dejó. “Una buena persona no le habría hecho eso a alguien que ama”, dice en un mensaje de voz que suena a tráiler de película de terror psicológico. ¿Qué le hizo Abel? ¿Le pegó? ¿La engañó con su hermana? ¿Le robó la contraseña de Netflix? Nunca lo sabremos, porque Hurry Up Tomorrow es una confesión sin pecados, un perdón que no dice de qué se disculpa, una vulnerabilidad que no se atreve a nombrar sus heridas.

Barry Keoghan interpreta a Lee, el manager que empuja a Tesfaye hacia el colapso mientras le susurra al oído que la fama deshumaniza. Keoghan, actor que parece especializado en encarnar la incomodidad existencial contemporánea, aporta esa tensión nerviosa que hace que cada escena se sienta como mirar al abismo.

Y aquí entra Jenna Ortega, haciendo de Anima –sí, como el concepto jungiano, porque Tesfaye tiene la sutileza de un elefante–, una fan obsesiva que primero prende fuego a una casa (¿por qué? No importa, es simbólico) y después lo ata a una cama de hotel para obligarlo a confrontar sus demonios bailando Blinding Lights.

Pero claro, al día siguiente él se comporta como el imbécil que quizás sea, y ella reacciona como la psicópata que el guion necesita: lo ata a una cama y le da una masterclass sobre por qué sus canciones alegres son en realidad pedidos de auxilio. Es Misery filtrada por la sensibilidad de alguien que cree que El Club de la Pelea es una película sobre boxeo.

Shults filma Hurry Up Tomorrow con estética de cine independiente: 35mm, cambios de aspecto, cámara que gira hasta el mareo. La fotografía es hermosa: cada plano parece diseñado para ser compartido en Instagram con una cita de Tarkovsky.

El problema de Hurry Up Tomorrow no está en sus ambiciones sino en su incapacidad para trascender el solipsismo de su protagonista. No es que Tesfaye sea mal actor –que lo es– sino que está interpretando a alguien que no existe. Su Abel es demasiado parecido a The Weeknd como para funcionar como ficción, pero demasiado abstracto como para funcionar como documental. Es una suma de lugares comunes del rockstar: se mira al espejo, se droga, coge sin ganas. Es como ver a alguien hacer cosplay de sí mismo sin haber entendido el personaje.

Jenna Ortega, por su parte, se mueve entre dos registros: la musa etérea y la fan enloquecida, sin encontrar el equilibrio que convertiría a su Anima en algo más seductor y peligroso que una función narrativa con nombre pretencioso.

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Jenna Ortega como Anima en Hurry Up Tomorrow

Hurry Up Tomorrow: El epitafio de un narcisista

Lo más revelador de Hurry Up Tomorrow es su incapacidad para articular de qué se está confesando exactamente su protagonista. Las referencias a su toxicidad son vagas, genéricas, intercambiables. Pudo haber sido infiel, violento, manipulador o simplemente mal educado –la película sugiere todo y no confirma nada–. Es como si Tesfaye quisiera los beneficios del perdón sin pagar el precio de la especificidad. Una indulgencia plenaria comprada al por mayor.

Lo que nadie puede discutir es la coherencia de Abel Tesfaye: después de hacer una de la peores series de 2023, ahora hace una de las peores películas de 2025. Pero comparado con The Idol, aquella serie de HBO donde interpretaba a un gurú sexual que manipulaba a una pop star, Hurry Up Tomorrow resulta menos honesta. En la serie al menos había una voluntad de degradación, de patetismo. Aquí busca compasión, comprensión, quizás hasta admiración por su capacidad de sufrir.

Esta es la historia de un imperio personal que se desmorona, de un hombre que construyó su identidad sobre una máscara y ahora no sabe cómo quitársela sin desaparecer en el proceso. Quizás haya algo genuino en la figura de este hombre de treinta y cinco años que quiere cambiar, que dice estar cansado de mentir, que busca algún tipo de redención. Pero la película convierte esa búsqueda en teatro, en performance, en ese tipo de confesión pública que funciona más como promoción que como catarsis.

Hurry Up Tomorrow es, en definitiva, un proyecto de marketing emocional: la venta de una crisis como producto, el packaging de la angustia como brand experience. Tesfaye quiere jubilarse de The Weeknd, pero antes necesita convencernos –y quizás convencerse– de que vale la pena extrañarlo.

Tesfaye prometió mostrar su alma y solo exhibió su espejo roto. Pero tal vez ese sea, después de todo, el retrato más verdadero que podía hacer de sí mismo: un hombre tan enamorado de su propia imagen que incluso cuando intenta destruirla, no puede evitar admirar los pedazos.

Tráiler de la película:

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