Crítica Honey Don’t! (2025): Ethan Coen y el noir después del noir

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Una detective lesbiana, un predicador degenerado y Aubrey Plaza: Honey Dont! es un noir suburbano donde la hipocresía religiosa convive con el deseo en el corazón republicano de California.

Ethan Coen sin su hermano es otra cosa. Honey Don’t! –segunda entrega de la “trilogía de cine B lésbico”, que comenzó en 2024 con Drive-Away Dolls–, no busca la perfección de Fargo ni la tensión de Sin Lugar Para los Débiles. Lo que comienza como un caso policial se transforma en una comedia dispersa, una serie continua de desvíos que se acumulan hasta volverse programa estético. El resultado es un pastiche queer que toma prestadas las formas del cine negro para después prenderlas fuego.

La detective privada Honey O’Donahue investiga algunas muertes extrañas vinculadas a una iglesia misteriosa. Honey no es la investigadora infalible que resuelve enigmas imposibles: es la mujer que entra a un cuarto y genera electricidad, la lesbiana que rechaza el deseo masculino con sarcasmo y aporta ironía a cada diálogo. El personaje no es una parodia del detective clásico sino una actualización: una mujer que hace el trabajo sucio con la misma profesionalidad, pero sin el cinismo de Chandler. Cuando Honey no está siendo competente, está siendo escéptica. Cuando no está siendo escéptica, está lavando consoladores.

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Margaret Qualley como Honey O’Donahue en Honey Don’t! de Ethan Coen

Honey Don’t!: Qualley, Evans y Plaza se divierten

Margaret Qualley (Pobres Criaturas, La Sustancia, Tipos de Gentileza) construye a su Honey como alguien que ha visto tanto mundo que nada la sorprende, pero tampoco nada la aburre. Su acento de película negra de los 40’s y su manera de moverse por el mundo tienen esa elegancia natural de quien sabe que es la protagonista de su propia vida.

Honey no necesita resolver el caso: le basta con ocupar la pantalla. Es vulnerable y feroz, ingenua y calculadora. Una mujer que parece estar siempre a punto de descubrir algo fundamental sobre sí misma, pero que nunca llega a cruzar esa línea invisible que separa la revelación del autoengaño. Es Humphrey Bogart y Lauren Bacall en un solo cuerpo. Su manera de caminar, de fruncir el ceño, de responder con sarcasmo, es lo que convierte cada escena en algo más grande de lo que está escrito. Qualley impone su presencia como argumento: la película existe porque ella está ahí.

Chris Evans encarna al reverendo Drew Devlin, alguien que consigue ser predicador, traficante y depredador sexual sin que ninguna de estas facetas se excluyan entre sí. Es la versión hiperbólica del predicador norteamericano: alguien que se mueve entre la seducción y el exceso, entre el sermón y la orgía.

Devlin demuestra que el mal banal es más divertido que el mal grandioso: es un hombre pequeño jugando a ser grande, un predicador de pueblo que se cree Billy Graham. Un estafador que predica en suspensores y planea asesinatos en tanga. Evans disfruta el personaje: cada gesto suyo es un comentario sobre su propio pasado como superhéroe asexuado.

Aubrey Plaza, como MG, se mueve por Honey Don’t! como una fuerza desestabilizadora. Agente de policía lacónica, amante ocasional, antagonista afectiva. Su relación con Honey no está escrita como romance convencional: es tensión, fricción, deseo desbordado. Las escenas de sexo tienen una naturalidad que contrasta con el artificio del resto de la película. Su química con Qualley funciona porque ninguna de las dos actúa como si estuviera en una película sobre lesbianas.

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Chris Evans como el reverendo Devlin en Honey Don’t! de Ethan Coen

Honey Don’t!: Toda lesbiana es política

El escenario de Honey Don’t!, Bakersfield, es el corazón republicano de California. Una ciudad seca, áspera, llena de bares en decadencia y talleres vacíos. Coen filma sus calles como si fueran ruinas contemporáneas: carteles viejos, polvo, neon gastado. Ahí instalan su trama: lesbianas provocadoras, predicadores degenerados, crímenes absurdos. El noir del siglo XXI no necesita grandes ciudades; basta con un suburbio oxidado donde la hipocresía religiosa convive con el deseo.

El guion de Coen, coescrito con Tricia Cooke, tiene buenos diálogos y mejores silencios. Hay subtramas que se interrumpen, personajes que entran y salen, giros que no conducen a ninguna parte. La dispersión es la forma que la mantiene viva. Honey Don’t! se mueve por acumulación, no por progresión: suma escenas, diálogos, desvíos. Y en esa suma encuentra su tono, más cercano a la improvisación que al relato.

Honey Don’t! quiere hablar sobre la intersección entre religión, sexualidad y poder, pero se conforma con ser una película entretenida que podría haber sido necesaria. Coen divierte sin comprometer, transgrede sin incomodar, juega sin arriesgar. En definitiva, Honey Don’t! deja la sensación de un experimento suelto: un policial queer divertido en sus excesos, débil en sus resoluciones. No es una película menor porque falle: es un film menor porque quiere serlo. Y a veces, la mediocridad consciente es más bizarra que la grandeza accidental.

Tráiler de la película:

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