Crítica Good Boy (2025): El terror desde los ojos de un perro

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Un hombre enfermo, su perro y una casa llena de muerte. En Good Boy, Ben Leonberg convierte la cámara en un animal que busca sentido entre los restos de una vida que se apaga.

Una película contada desde el punto de vista de un perro obliga al cine a enfrentarse a sus propios límites: cómo mirar sin comprender, cómo registrar el mundo sin darle sentido. Good Boy, de Ben Leonberg, parte de ese punto imposible –y, a fuerza de insistir en él, consigue que funcione. La película observa el mundo desde la altura de un animal que no puede explicar lo que ve, y esa renuncia es su primera apuesta estética. En un panorama de terror saturado de justificaciones psicológicas, Leonberg decide filmar la ignorancia, la pura percepción: un cine donde el misterio no se resuelve, se respira.

La historia de Good Boy: un hombre enfermo, su perro y una casa cargada de presencias. El hombre, Todd (Shane Jensen), se está apagando lentamente; el perro, Indy –el verdadero protagonista– percibe lo que su dueño no puede. Las reglas del relato son tan simples como sus emociones: el miedo, la confusión, la lealtad. Nada más. Pero esa economía de recursos inventa una forma nueva de mirar. La cámara se mantiene a la altura del perro, y ese desplazamiento cambia todo: el mundo humano se fragmenta en piernas, voces, sombras, sonidos que se filtran desde arriba. El resultado es una experiencia sensorial más que narrativa, un descenso al nivel donde el miedo todavía no tiene palabras.

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Indy, el protagonista de Good Boy de Ben Leonberg

Good Boy: El silencio como forma del miedo

Leonberg entiende que filmar desde la mirada de un perro no significa convertirlo en un narrador consciente, sino devolvernos una forma primaria del horror. No el que nace del susto, sino el que se insinúa en los ruidos y las pausas. En ese sentido, Good Boy se sitúa en la tradición de películas que trabajan la percepción como un problema ético y formal: desde The Innocents hasta Skinamarink, lo que importa no es lo que pasa sino lo que se filtra entre las cosas.

Hay momentos en los que la película roza la abstracción: los sueños del perro, las imágenes en VHS del abuelo muerto, las voces que se confunden con los ruidos del bosque. No hay nada espectacular ahí, y sin embargo se construye una textura, una respiración particular. El miedo viene de la conciencia de estar solo ante algo que no se puede nombrar. El perro olfatea, gime, recorre los rincones, busca a su dueño que se desintegra, y nosotros miramos con él, limitados por su ignorancia. El cine, que siempre fue un ejercicio de control, se rinde ante la imposibilidad de comprender.

Ese es el hallazgo de Good Boy: convertir la impotencia en una forma de conocimiento. No hay subrayados, ni música que indique el peligro, ni diálogos que expliquen qué ocurre. Lo que aparece es un mundo reducido a sensaciones: luces que parpadean, pasos que crujen, sombras que se estiran como si no supieran qué hacer con su cuerpo. Leonberg muestra el tiempo, la espera, la mirada que no se mueve aunque nada suceda. Y cuando algo sucede, ya estamos dentro del clima, sin salida.

Indy –el perro y, de algún modo, el actor– sostiene la película sin hablar, sin actuar siquiera en el sentido humano del término. Su cuerpo se convierte en el punto de vista: el temblor de su respiración, la forma en que inclina la cabeza, los ojos que buscan algo que nunca terminan de encontrar. Leonberg no lo humaniza, lo filma como lo que es: un animal que no comprende el sentido de la muerte pero siente su presencia. Esa distancia entre entender y sentir es el verdadero centro emocional del film. Donde el cine convencional necesitaría palabras o efectos, Good Boy confía en un gesto mínimo: un gemido, una respiración entrecortada, un silencio demasiado largo.

Good Boy: Una fábula sobre la incomprensión y la pérdida

Good Boy avanza entre dos miedos: el del hombre que sabe que va a morir y el del perro que no sabe qué es la muerte. Todd, cada vez más débil, intenta sostener una normalidad que se deshace; Indy, incapaz de comunicar su alarma, se convierte en el testigo de un derrumbe que no entiende. Lo sobrenatural aparece apenas como una prolongación de esa incomunicación: lo que el perro percibe no son fantasmas sino la materialización del deterioro.

Hay ecos de Bad Moon, pero donde aquella película buscaba acción, esta se detiene en la espera. El uso del formato doméstico –las cintas VHS, los televisores encendidos, la textura granulada– es una forma de situar la historia en un tiempo en el que lo sobrenatural no se distingue de lo cotidiano. Todo parece registrado por accidente, como si la película existiera solo porque alguien –o algo– la grabó sin querer.

Pero el terror de Good Boy no es sobrenatural: es existencial. Indy teme perder a Todd, teme quedarse solo, teme no ser capaz de comunicar lo que percibe. La presencia fantasmal es solo la manifestación literal de ese miedo. La película utiliza el horror como vehículo para hablar de la dependencia, de la impotencia, de la angustia que produce saber que algo está mal sin poder hacer nada al respecto. Es una película sobre la muerte vista desde quien sobrevive, y esa perspectiva –la del perro que va a quedarse solo– le da una densidad emocional que demuestra que el terror efectivo no necesita gran presupuesto ni efectos espectaculares: necesita coherencia conceptual y rigor formal.

En definitiva, Good Boy es un ensayo sobre la mirada. La decisión de mantener la cámara a ras del suelo, de recortar los cuerpos humanos, de eliminar casi toda explicación, convierte el film en un experimento sobre lo que el cine puede o no puede decir. Cuando el punto de vista se reduce al de un animal, el lenguaje se vacía de sentido. Lo que queda es el ritmo, la respiración, el sonido de un paso, un gemido, un crujido. Y ese despojamiento devuelve al género algo que había perdido: la capacidad de sugerir.

En un tiempo donde el terror se dedica a gritar para ser escuchado, Good Boy elige el susurro de una experiencia mínima: mirar el mundo sin entenderlo, acompañar a un ser que solo puede sentirlo. Lo suyo no es la parábola sobre la lealtad, ni el retrato del duelo, ni el discurso sobre la muerte. Es algo más elemental, más raro: una película que se atreve a ser muda en un género acostumbrado al ruido. Y quizá por eso, queda la sensación de haber recordado algo primitivo: que el miedo no se explica, se oye respirar.

Tráiler de la película:

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