Crítica F1 (2025): Joseph Kosinski y la invención de la velocidad

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Con F1, Joseph Kosinski transforma la Fórmula 1 en un espectáculo sensorial que explora la experiencia de correr como una tensión entre lo humano y lo mecánico.

F1 funciona como una demostración de que el cine espectáculo puede aspirar a la pureza química. No busca conmover ni educar: persigue esa vibración exacta que transforma una sala oscura en cámara de combustión. Lo interesante de la película no está en su narrativa –que es de una previsibilidad casi conmovedora– sino en su capacidad para transformar el automovilismo en experiencia sensorial. No quiere contar una historia, sino mostrar cómo se filma el vértigo.

Joseph Kosinski debería dedicarse a filmar comerciales de automóviles para siempre. Su talento natural para convertir cualquier máquina en fetiche encuentra en F1 su territorio ideal. Pero la película no se conforma con la contemplación mística de un motor: necesita que Brad Pitt le enseñe a un joven afroamericano que los blancos veteranos también saben correr.

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Damson Idris como Joshua Pearce en F1

F1: Brad Pitt, el último piloto

La trama de F1 respeta los mandamientos del género deportivo. Pitt es Sonny Hayes, un piloto que arrastra décadas de promesas incumplidas. Cuando su antiguo compañero Ruben (Javier Bardem) lo convoca para pilotar en APXGP, una escudería que compite por no quedar última, Hayes se encuentra compartiendo garaje con Joshua Pearce (Damson Idris), un talento joven que lo mira como se mira a los fósiles: con respeto casi arqueológico.

El conflicto está en una zona gris: un piloto que vuelve no para probar que puede ganar, sino que todavía puede correr. No hay épica, hay insistencia. Sonny no es un héroe sino un profesional. No busca vencer, sino funcionar. Y eso, en el universo de la Fórmula 1 donde todo es cálculo, aerodinámica y simulación, lo convierte en el único cuerpo real en medio de la maquinaria.

Brad Pitt aporta esa elegancia natural que convierte cualquier personaje en presencia magnética. Sus ojos azules reflejan tanto la concentración del profesional como la melancolía del tiempo perdido. No es casual que Kosinski lo filme a través del casco: la máscara de un hombre que vive encerrado en su propia pericia.

La rivalidad se transforma en respeto mutuo, el veterano enseña al novato, el equipo descubre la importancia de la solidaridad: todos los lugares comunes están ocupados según el protocolo. Pero Kosinski convierte esta previsibilidad en ventaja táctica. Al liberar al espectador de la ansiedad argumental, puede concentrarse en lo que realmente importa: la construcción artesanal de la tensión física.

Los planos interiores, los POV, los efectos prácticos, la vibración de cada engranaje. Por momentos, parece que Kosinski está inventando la velocidad. La banda sonora de Hans Zimmer convierte cada aceleración en épica wagneriana y cada frenada en suspense hitchcockiano. F1 alcanza momentos de genuina belleza en su comprensión de la velocidad como estado alterado de conciencia: Haynes descubre que ganar no es derrotar a otros sino fundirse con la máquina hasta el punto donde la distinción entre piloto y automóvil se disuelve. Es un instante de pureza conceptual que de alguna manera justifica el filme.

F1 no es una película sobre ganar carreras sino sobre resolver problemas matemáticos a velocidades homicidas. Hayes no es un héroe romántico que busca la gloria: es un estratega que calcula probabilidades. Sus carreras no son épicas de superación personal sino problemas complejos con variables múltiples –neumáticos, combustible, posiciones– y una incógnita: cómo terminar octavo cuando tu auto apenas sirve para llegar decimotercero. Esta aproximación táctica al deporte le da a las secuencias de carrera una densidad narrativa ausente en la mayoría de las películas deportivas, donde la victoria suele depender de la voluntad antes que del cálculo.

Esta deconstrucción casi contable al automovilismo permite que Kosinski reinvente la gramática visual del género. Donde otros directores recurren a la hiperkinesia o al fetichismo tecnológico, él construye secuencias que funcionan como partituras de precisión. Cada plano tiene su función específica en el engranaje mayor de la secuencia. Los cambios de neumáticos se filman como rituales de supervivencia; las maniobras de adelantamiento como duelos de ajedrez a trescientos kilómetros por hora.

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Brad Pitt como Sonny Hayes en F1

F1: La velocidad como forma cinematográfica

La película se desarrolla en el universo de la Fórmula 1 con una fidelidad que roza la documentalidad obsesiva. El equipo ficticio APXGP compite contra Ferrari, Red Bull y Mercedes en circuitos reales, durante Grandes Premios verdaderos, con pilotos profesionales que aparecen como ellos mismos. Esta inserción de la ficción en la realidad genera un efecto inquietante: F1 se convierte en el primer blockbuster que no necesita crear un mundo porque ya habita en uno diseñado específicamente para ser filmado.

Kosinski ha encontrado la fórmula para actualizar el blockbuster sin traicionarlo. F1 no recurre a la multiplicación narrativa sino que prefiere la concentración dramática. No busca expandir universos sino intensificar experiencias. Es un filme que confía en la capacidad del espectador para dejarse llevar por la pura sensación sin necesidad de justificaciones intelectuales.

F1 funciona mejor cuando no intenta convencer. Cuando deja que sea pura forma. Cuando acepta que no está hecha para narrar el mundo, sino para reproducir su estética. Es un film sobre la velocidad hecho con la lógica de la velocidad: impacto inmediato, sentido en diferido. No pretende ser más inteligente de lo que es, pero tampoco acepta ser menos sofisticada de lo que puede llegar a ser. Esa tensión productiva entre ambición artística y vocación popular convierte a la película en un espectáculo que funciona tanto como producto de consumo masivo como ejercicio de refinamiento técnico.

Kosinski y el productor Jerry Bruckheimer entienden que el cine ya no puede competir con el lenguaje serial, así que lo intenta desde otro lugar. No desde la trama, sino desde la sensación. Top Gun: Maverick fue el primer ensayo. F1 es la tesis. Lo interesante –lo que la salva del olvido– es su ambición sin pudor. En una industria que pide perdón por entretener, F1 se lanza sin culpa: mostrar cómo se ve la velocidad en el siglo XXI.

No todo el cine está hecho para pensar. Algunos están hechos para probar. Para ver si todavía se puede mover la cámara, el cuerpo, el mundo. Y en ese intento, F1 no gana. Pero no queda última.

Tráiler de la película:

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