Elvis (2022): La revolución pop de Baz Luhrmann

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Con Elvis, Baz Luhrmann despliega su maximalismo visual para retratar el ascenso y declive de un ícono americano atrapado entre el arte y el espectáculo.

Elvis Presley fue la fantasía porno romántica de una generación. Puro deseo, amenaza y urgencia. Y eso es Elvis de Baz Luhrmann: una película caliente, excitante, hecha de imágenes que recorren las zonas erógenas de una juventud que parecía estar divirtiéndose por primera vez. El director australiano pone en escena una revolución musical, sexual y racial a través de una figura que con un solo movimiento prendió fuego la cultura, generó un nuevo estado de ánimo y activó la mecánica del goce de la América puritana.

Luhrmann entiende que el rock n´roll es instinto hecho forma, que sin emoción es ruido blanco. Por eso acierta allí donde fallan la mayoría de los biopics de rock, que se limitan a hacer un prefabricado retrato naturalista de su personaje con las dosis indispensables de sordidez, superación personal, melodrama y épica final. La película no intenta ser una cronología precisa de la vida de Elvis, sino que busca su espíritu transgresor en un viaje anfetamínico donde la leyenda se mezcla con lo real y es todo tan psicodélico y vivo que encuentra la esencia de su música y de su personalidad. 

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Austin Butler como Elvis Presley en Elvis

El Elvis plebeyo y salvaje de Baz Luhrmann

La primera parte de la película es una experiencia cinética vertiginosa, una estética del exceso marca Luhrmann, que en una escena –y muchos planos– puede hacer convivir distintos tiempos y espacios que definen al personaje y su contexto. El director esquiva las densas construcciones dramáticas, no le interesa profundizar en el manoseado tema de la pobreza de Elvis, de la muerte del hermano gemelo, de la relación enferma con la madre, sino en el por qué Elvis fue Elvis y cómo cambió el mundo. A little less conversation, a little more action, please. 

Una síntesis visual que sirve para retratar el mundo rural divido entre el pecado y la gracia divina del barrio negro de Memphis donde vivía Elvis, un niño que solo necesita cruzar la calle para espiar el garito donde una pareja baila y se deshace de deseo –mientras Arthur Crudup (el autor de It’s Allright, Mamala primera canción que grabó Elvis para Sun en 1954) canta Black Snake Moan, o meterse en una iglesia transformada en una Creamfields espiritual.

Nunca en el cine la distancia entre el cielo y el infierno fue tan corta. Allí están la poesía maldita y hedonista del blues y el éxtasis religioso del góspel para marcar las raíces musicales negras que Elvis absorbió en su infancia. 

El coronel Parker (Tom Hanks) es un villano tan perfecto que Luhrmann no necesita inventar nada para dar una imagen precisa del pacto fáustico que el cantante hizo con él, de lo que significó en su ascenso abrupto hacia la fama y en la tragedia anunciada del final. Elvis está narrada desde el punto de vista alucinado del mánager, mientras un gotero de morfina anestesia su vejez y lo lleva del hospital donde se encuentra a las salas de un casino de Las Vegas para contar la historia de Elvis (Austin Butler), su mejor apuesta, el que le hizo ganar los millones que perdía en las ruletas.

Parker fue una figura oscura salida de las ferias ambulantes. Hanks no intenta imitarlo, sino que captura su mentalidad comercial, la manera de ver en Elvis la mejor commodity del pop. Como Fellini, el coronel pensaba que el mundo era un circo. Pero donde el director italiano veía una celebración freak y marginal del arte, Parker ve una celebración del engaño, “el truco que te roba la billetera mientras te deja una sonrisa en la cara”.  

La interpretación de Hanks a veces cae en lo grotesco, pero su personaje sirve para dar una mirada externa del fenómeno Elvis: “Pude ver en los ojos de esa chica que él era el fruto prohibido, que se lo quería comer vivo, y no sabía si le estaba permitido disfrutar eso que estaba sintiendo”. Hanks arrastra las palabras, tiene kilos de maquillaje, pero logra transmitir a un Parker al borde del orgasmo financiero cuando ve antes que nadie que no quedaba un asiento seco en todo el auditorio cuando Elvis se presentaba. 

Austin Butler como Elvis Presley: la belleza trágica del hombre-mito

Austin Butler pasó tres años mirando los movimientos de Elvis, investigando su vida y su personalidad, perfeccionando el timbre tenor de su voz con profesores de canto. El resultado no es una imitación de Elvis: Butler lo vive. Se pueden sentir las endorfinas saliendo de la pantalla, la actitud desafiante, lo divertido que era estar inventando una cultura, la sensación de soledad permanente y la conciencia de haberse convertido en un chiste malo en los 70’s.

Un compromiso y un respeto total con su personaje, una actuación llena de matices que recorre los altibajos de la odisea emocional de alguien que no tenía un mapa de lo que podía ser el éxito, porque nadie lo había tenido antes a ese nivel. 

Las canciones tienen el pulso y la intensidad de las originales, pero la voz de Butler –que está mezclada junto a la de Elvis– y las nuevas instrumentaciones las dotan de una fuerza demoledora proto punk, que además sirven para puntuar narrativamente la historia: si de Baby, Let’s Play House hace un power rock equivalente al desborde hormonal de sus recitales, transforma a Trouble en una declaración de guerra contra el coronel y los moralistas que lo querían prohibir por obsceno –¿acaso importa que Elvis no la haya tocado en vivo hasta 1968?– y con Unchained Melody produce un momento de una intensidad dramática inigualable para una despedida llena de dignidad.

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Austin Butler como Elvis Presley en Elvis

Cómo Baz Luhrmann deconstruye el mito de Elvis

La historia de Elvis Presley es tan perfecta que es difícil separar al mito de la persona que hay detrás. Luhrmann elige mostrar esas dos caras a la vez, como si entendiera que la fama destruye, pero la leyenda conserva. Se anima incluso a retratar la decadencia del ídolo en los 70’s, cuando Elvis sólo necesitaba aparecer para hacer resurgir el mundo que había inventado pero que ya no le pertenecía. Luhrmann lo libera de todo patetismo, convierte la fiesta de los 50’s en una tragedia griega en los 70’s, con un cantante víctima de su propio éxito que aun en esos momentos oscuros posee una inocente transparencia.

El guion de Luhrmann –coescrito con Jeremy Doner, Sam BromellCraig Pearce– es indulgente con Elvis, y muestra el lado autodestructivo y conformista del cantante como una reacción a la explotación del mánager. Al cantante nunca lo abandonó el recuerdo de la miseria extrema que vivió en Tupelo, y dónde termina la manipulación de Parker y dónde empieza el temor de Elvis de no ser lo que todos esperaban que sea, es una cuestión que la película resuelve a través de la relación conflictiva entre el arte y el mercado.

Elvis encarna como nadie el american dream, pero la visión de Luhrmann de Estados Unidos no es romántica: la película –estrenada en el Festival de Cannes– muestra la pérdida de la virginidad de una nación puritana, represiva y paranoica, el país de la segregación racial, de los magnicidios y las batallas por la integración. 

Luhrmann entiende el cine a través de la música: busca el ritmo de la narración a través de planos cortos, enérgicos y nerviosos. Barroca, desacomplejada, efervescente, su película captura la electricidad de su personaje y del rock n´roll, el principio de placer que circulaba en la juventud de los 50’s. Elvis es una fuerza centrífuga que transmite la capacidad infecciosa de la música mientras recorre una vida que se abrió camino en un mundo hostil mientras inventaba uno nuevo a su medida.

Y si parece obvio es únicamente porque hemos heredado el mundo de Elvis. Y vivimos en él.

Tráiler de la película:

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