El cine de Wes Anderson siempre fue una máquina de embalsamar. Sus encuadres perfectos, sus simetrías obsesivas, su manía por el detalle funcionan como un proceso de momificación de la realidad: todo queda fijo, inmutable, hermoso y muerto. En El Esquema Fenicio (The Phoenician Scheme), esa pulsión necrófila se vuelve tan explícita que, de alguna manera, logra revitalizar su propuesta estética.
El Esquema Fenicio comienza con un estallido. Benicio del Toro, convertido en Zsa-zsa Korda, un magnate de dudosa reputación, sobrevive a su sexto accidente aéreo mientras la cámara registra con frialdad cómo la explosión reduce a su asistente a una mancha escarlata sobre los restos de la cabina. Es el gran retorno de la violencia al universo de Anderson: domesticada, estetizada, convertida en pincelada de vanguardia. Como si Jackson Pollock hubiera decidido pintar con sangre.
El Esquema Fenicio: Del Toro en el laberinto de Wes Anderson
El director texano construye su film más extraño y retorcido, una rareza que funciona como alegoría de su propio proceso creativo. Korda es el productor supremo, el hombre que hace que las cosas sucedan a fuerza de diplomacia y granadas de mano. Su esquema fenicio, ese MacGuffin presentado sin disimulo en cajas de zapatos, es menos importante que el viaje que emprende para financiarlo: un periplo mediterráneo donde cada encuentro con sus socios potenciales se convierte en una negociación existencial.
Porque Korda es, ante todo, un sobreviviente. Un hombre que debería estar muerto pero sigue ahí, medio presente, medio ausente, arrastrando órganos sueltos que no sabe dónde recolocar en su cuerpo. La pregunta que lo persigue –¿soy humano o autómata?– es la misma que atraviesa el cine de Anderson: ¿estas figuras perfectamente coreografiadas tienen alma o son simples muñecos de cuerda?
La respuesta llega en forma de ruptura. Por primera vez en años, Anderson permite que su sistema se agriete. Los encuadres se vacían violentamente, los personajes salen expulsados de la diégesis, la cámara tiembla. Es como si el director hubiera descubierto que para hablar de la vida hay que dejar entrar un poco de caos, aunque sea controlado, medido, perfectamente calculado.
Michael Cera, en el papel de Bjorn, un tutor noruego que se convierte en asistente improvisado, ofrece una de las mejores interpretaciones de la película. Su extraña presencia física encaja perfectamente en el universo andersoniano, pero hay algo más: una vulnerabilidad que contrasta con la coraza emocional del resto de los personajes. Es el Jerry Lewis de esta comedia screwball retrofuturista.
La estructura episódica de El Esquema Fenicio permite a Anderson desplegar su galería de personajes: Tom Hanks y Bryan Cranston aparecen como hermanos empresarios que exigen proezas deportivas; Mathieu Amalric encarna a un dueño de club nocturno que demanda vínculos de sangre; Jeffrey Wright es un marino estadounidense movido por la pasión. Cada uno representa una faceta del mundo del poder, ese territorio donde la muerte acecha permanentemente pero nunca termina de llegar.
El Esquema Fenicio funciona como la tercera parte de una trilogía no oficial sobre el proceso creativo. Si The French Dispatch exploraba la escritura y Asteroid City la dirección, El Esquema Fenicio se ocupa de la producción: ese arte de hacer que las cosas sucedan a través de la negociación y el compromiso. Anderson parece sugerir que hacer una película es menos una cuestión de talento que de diplomacia, de conseguir que las personas adecuadas estén del lado correcto en el momento preciso.
El reparto funciona. Del Toro encuentra en Korda el vehículo perfecto para su presencia física imponente y su melancolía contenida. Su cara de droopy dog se adapta perfectamente a las viñetas fijas de Anderson, aportando una textura emocional que enriquece cada encuadre. Tom Hanks y Scarlett Johansson, que en Asteroid City conservaban cierto aura de estrella, aquí quedan completamente metabolizados por el organismo andersoniano, reducidos a marionetas perfectamente funcionales.
La relación de Korda con su hija monja Liesl (Mia Threapleton), es el núcleo emocional de El Esquema Fenicio: mientras él la cubre de lujos –reemplazando sus símbolos religiosos por joyas–, ella lo empuja hacia el despojo material. Benedict Cumberbatch, como el tío Nubar, ofrece una composición que evoca a Orson Welles en sus años de exceso, un magnate que ha dejado atrás la cordura hace tiempo. Su presencia cierra el círculo de referencias: si Korda está inspirado en figuras como Nubar Gulbenkian, el original “Mr. Five Percent” que explotó el petróleo árabe, Anderson está construyendo una parábola sobre el poder y sus consecuencias morales.
El Esquema Fenicio: La muerte con estilo
La puesta en escena alcanza niveles de virtuosismo que rozan lo enfermizo. Adam Stockhausen diseña un mundo donde cada objeto tiene su lugar perfecto, donde cada detalle cuenta una historia. La cinematografía de Bruno Delbonnel, nuevo recluta en el equipo de Anderson, mantiene la precisión habitual pero introduce sutiles variaciones que permiten que entre la luz, literal y metafóricamente.
Las secuencias en el más allá, filmadas en blanco y negro con ecos de Powell-Pressburger y Parajanov, introducen una dimensión mística que funciona como contrapunto a la materialidad obsesiva del resto del film. Willem Dafoe deambula por antecámaras celestiales como un chamán perdido, mientras Bill Murray se prueba la barba de Dios con la naturalidad de quien se pone un sombrero.
La banda sonora de Alexandre Desplat, quizás su mejor trabajo para Anderson, abandona la alegría característica de colaboraciones anteriores para sumergirse en territorios más sombríos. La música instila una amenaza constante que se materializa en cada explosión, en cada caída, en cada momento en que Korda roza la muerte sin terminar de abrazarla.
El Esquema Fenicio plantea preguntas sobre la redención y el poder. ¿Puede un magnate de armas convertirse en filántropo sin que sea puro cinismo? ¿Es posible la transformación moral o solo se trata de un cambio de imagen? Anderson no ofrece respuestas fáciles, pero sugiere que la perspectiva de la mortalidad puede generar una mínima consciencia sobre las consecuencias de los propios actos.
El Esquema Fenicio es, en definitiva, una película sobre la imposibilidad de escapar de la muerte y la necesidad de encontrar sentido en esa certeza. Anderson construye un espectáculo mortuorio donde la belleza y la violencia conviven sin estridencias, donde el humor negro se filtra a través de la perfección formal. Es su film más extraño y, por eso mismo, uno de los más fascinantes.
En tiempos donde el cine mainstream evita cualquier reflexión seria sobre la mortalidad, Anderson ofrece una meditación elegante y perturbadora sobre el final inevitable. Su cámara no juzga a Korda, pero tampoco lo absuelve: simplemente lo observa como si fuera el último de una especie rara y exquisita. Y en esa observación encuentra la poesía de lo efímero, la belleza de lo que está destinado a desaparecer.
El resultado es un film que funciona como epitafio anticipado: hermoso, artificial, conmovedor a pesar de su frialdad calculada. Anderson ha logrado algo extraordinario: hacer que la muerte parezca un espectáculo digno de contemplar, un último acto de resistencia antes del silencio final. En un mundo donde todo parece destinado a la obsolescencia programada, El Esquema Fenicio reivindica el derecho a una muerte con estilo.