El Contador 2: Números que matan

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En El Contador 2, Ben Affleck encarna la precisión matemática mientras Jon Bernthal aporta la intensidad física, creando un contrapunto que atraviesa esta secuela sobre la diferencia y la reconciliación.

Christian Wolff reaparece después de casi una década como un recuerdo de algo que sabíamos y olvidamos. Nadie pensó que el hombre de los números volvería, pero en Hollywood todo personaje merece una segunda oportunidad. En El Contador 2 (The Accountant 2), Ben Affleck vuelve a ponerse el traje, vuelve a mirar con esos ojos vacíos pero precisos, vuelve a ser ese contador autista que mata. Estados Unidos y sus excentricidades: un país donde hasta el trabajo más gris –contar números, revisar balances, hundir empresas con un clic– puede convertirse en una aventura de acción. El capitalismo en su máxima expresión: hasta el aburrimiento es negocio.

2016. Un contador forense con un trastorno del espectro autista que también es asesino a sueldo. La premisa es demasiado absurda como para no funcionar. Ben Affleck construye un personaje contenido, preciso, doloroso. Se mueve como máquina, habla como enciclopedia, dispara como dios. Todo eso envuelto en una trama sobre conspiraciones empresariales y robos millonarios. La película recaudó más de 155 millones de dólares en todo el mundo. Hollywood hizo sus cálculos. Los números tenían sentido. La secuela era inevitable.

Pasaron ocho años. Ocho años en los que Affleck se divorció, se casó de nuevo, dejó el alcohol, volvió a actuar, dejó de ser Batman, dirigió, produjo. Ocho años en los que Jon Bernthal –ese actor que parece siempre a punto de estallar– se convirtió en The Punisher y en una especie de amuleto del cine de acción. Ocho años en los que el mundo entero cambió. Y entonces llega 2025. Y con él, El Contador 2.

¿De qué trata esta secuela? Raymond King (J.K. Simmons), el ex director del FinCEN, aparece muerto tras investigar la desaparición de una familia de El Salvador. Deja un mensaje escrito en su brazo: “Encuentra al contador”. Marybeth Medina (Cynthia Addai-Robinson), la agente del Tesoro de la primera película, sigue la pista hasta Christian Wolff.

El contador forense, ahora viviendo en Idaho en su casa rodante –ese espacio mínimo que representa su necesidad de control–, se ve obligado a salir de su retiro. Pronto se reencuentra con su hermano Braxton (Jon Bernthal), y juntos se enfrentan a una red de tráfico humano y corrupción. En el camino, Christian intenta reconectar con su hermano mientras sigue luchando con su condición autista y su incapacidad para establecer relaciones normales.

Esto es lo que narra El Contador 2. Pero lo que la película quiere decir otra cosa. Algo sobre Estados Unidos, sobre la violencia, sobre los hermanos, sobre la soledad.

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Jon Bernthal como Braxton Wolff en El Contador 2

El Contador 2: El espejismo del antihéroe neurodivergente

Gavin O’Connor vuelve a dirigir la secuela. El director de Warrior –esa desgarradora historia de dos hermanos luchadores– parece sentirse cómodo con las historias fraternales. Aquí, abandona parte del tono solemne de la original para adoptar cierta comedia inherente al choque entre estos dos hermanos: uno calculador, preciso, robótico; el otro explosivo, emocional, impulsivo. El cerebro y los músculos. La mente y el corazón.

El Contador 2 se sostiene porque Affleck y Bernthal tienen química. Porque sus escenas juntos –bebiendo cerveza en el techo de la casa rodante, bailando country en un bar local, preparando trampas para sus enemigos– son momentos donde el guion de Bill Dubuque respira, donde los personajes existen más allá de la trama, un laberinto construido sobre demasiadas coincidencias, demasiadas explicaciones. El tráfico humano y los problemas migratorios se utilizan como telón de fondo para una historia que no sabe muy bien qué quiere decir sobre ellos.

La película transcurre principalmente en Los Ángeles, esa ciudad de sueños rotos y promesas incumplidas, donde inmigrantes y millonarios respiran el mismo aire contaminado pero viven en universos paralelos. Donde la línea entre lo legal y lo ilegal es tan borrosa como la frontera que tantos cruzan cada día con la esperanza de una vida mejor.

Christian Wolff es, de alguna manera, el sueño americano hecho persona. Un hombre que, a pesar de sus limitaciones –o quizás gracias a ellas–, ha conseguido dominar el sistema. Conoce sus reglas, sus agujeros, sus trampas. Y usa ese conocimiento para operar fuera de la ley mientras aparenta cumplirla. Es Bruce Wayne versión contable. Es el Profesor X con Excel. Es una fantasía sobre cómo la diferencia puede convertirse en superpoder. Es bonito. Es ingenuo. Es hollywoodense.

Su hermano Braxton es otra cara de ese mismo sueño: el mercenario, el que vende su fuerza al mejor postor, el que ha aprendido que la violencia es una mercancía más. Entre ambos construyen una metáfora perfecta del capitalismo estadounidense: números y sangre, contabilidad y balas.

Christian Wolff ya no lucha contra su condición: la celebra. Tiene una pareja con autismo no verbal (interpretada por Alison Wright). Ayuda a jóvenes como él. Ha encontrado su lugar en un mundo que no está diseñado para personas como él. Es un mensaje positivo, claro. Pero también es simplista. El autismo real no suele venir con superpoderes adjuntos. Las personas neurodivergentes no suelen ser asesinos precisos ni genios matemáticos. Son personas luchando por existir en una sociedad que no las comprende. Son personas, no metáforas.

Christian Wolff vive en un mundo de números. Para él, todo tiene un valor exacto, una medida precisa. Dos más dos siempre son cuatro. Pero el cine, como la vida, no funciona así. El Contador 2 es como sus protagonista: eficaz pero frío, preciso pero distante. Una máquina bien engrasada que cumple su función sin llegar a conmover del todo. No es una gran película, pero tampoco es mala. Es funcional. Es profesional. Es producto.

El Contador 2 habla de autismo sin atreverse a sumergirse del todo en sus complejidades. Habla de hermanos sin tiempo suficiente para explorar esa relación en profundidad. Habla de tráfico humano sin el valor para mirar de frente a ese horror. Y quizás eso sea el peor crimen para una película: ser olvidable. Ser correcta. Ser exactamente lo que esperabas.

Tráiler de la película:

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