Eddington es un pueblo de 2634 habitantes donde nunca pasó nada interesante hasta que llegó la pandemia. Ari Aster encierra allí las ansiedades de la época y lo convierte en el espacio donde se juega todo lo que Estados Unidos no supo resolver: la peste, la política, las teorías conspirativas, la violencia racial. Estamos en 2020, el año en que el mundo se detuvo. Los barbijos, las protestas de Black Lives Matter y las teorías conspirativas transforman al pueblo en un laboratorio del colapso norteamericano.
La película parte de lo concreto –los mandatos del COVID, la paranoia, las divisiones políticas– para desembocar en una orgía de caos. En Eddington conviven supremacistas blancos con activistas woke, negacionistas del virus con hipocondríacos, teóricos de la conspiración con creyentes del discurso oficial. No hay un solo conflicto, hay decenas. No hay un solo enemigo, todos lo son.
La estructura de la película refleja la naturaleza fragmentada y no lineal del discurso de las redes sociales: scroll infinito de peleas, sospechas, absurdo, estupidez, odio, violencia. Hay momentos en los que el material amenaza con desbordarse, y quizá ese sea el plan: que Eddington funcione como el registro visual de un tiempo en el que sobra ruido y falta pensamiento crítico.
Los jóvenes blancos del pueblo organizan protestas de Black Lives Matter en un lugar donde casi no hay afroamericanos. Los liberales exigen autenticidad a un policía negro. Los conspiracionistas hablan de pedofilia global y satánicos en el gobierno. El pueblo entero refleja la neurosis de un país que se creyó víctima y victimario al mismo tiempo.

Eddington: Joaquin Phoenix, el sheriff del apocalipsis
Joaquin Phoenix sostiene el centro de Eddington como un hombre que se derrumba en cámara lenta. No es héroe ni villano: es un tipo común que no entiende por qué el mundo se volvió loco pero que está dispuesto a abrazar esa locura para sobrevivir. Su Joe Cross es un sheriff que no se conforma con ser sheriff: necesita ser un animal fuera de control. Odia los barbijos porque tiene asma, odia al alcalde (Pedro Pascal) porque se acostó con su mujer, odia el mundo porque lo dejó atrás sin avisarle.
Cross llena su patrullero de consignas que van desde Paren de robar hasta Liberen al Tibet, pasando por Salven a las ballenas y Construyan el muro. No entiende qué significan, pero sabe que le dan identidad, le proporcionan tribu, le ofrecen la ilusión de pertenecer a algo más grande que su miseria personal. Es el ciudadano perfecto del siglo XXI: una ideología esquizoide que refleja menos una convicción que una pose, menos una posición ética que una historia de Instagram.
Emma Stone interpreta a Louise, la esposa de Cross. Una mujer que fabrica muñecas terroríficas mientras su madre conspiracionista (Deirdre O’Connell) convierte la casa familiar en una fábrica de pánico. Stone navega entre la locura hereditaria y la locura social sin encontrar territorio firme. Su personaje es lo que queda después de que la sociedad decide que la salud mental es un problema individual: una mujer rota intentando ensamblar pedazos de realidad que ya no encajan.
Austin Butler aparece como profeta de la estupidez contemporánea, un líder sectario que predica sobre redes de pedofilia satánica mientras vende cursos de autoayuda espiritual. Butler encuentra el equilibrio perfecto entre carisma e impostor. Su personaje entiende que la verdad ya no importa: lo que importa es la intensidad emocional de la mentira.

Eddington: Ari Aster y el colapso estadounidense
La primera mitad de Eddington funciona como comedia delirante. Pero luego la película cambia de piel. La sátira social se convierte en pesadilla paranoica. Aparecen drones, asesinos profesionales, conspiraciones gubernamentales. El pueblo se transforma en campo de batalla y la comedia en una masacre, con Cross como una especie de Travis Bickle para la era COVID.
Esta mutación genérica podría ser el punto débil de la película, pero Aster logra que funcione como reflejo de lo que pasó en 2020: el momento cuando la farsa se volvió tragedia, cuando las divisiones sociales se convirtieron en violencia real, cuando el circo mediático derivó en el borrador de una guerra civil.
La fotografía de Darius Khondji convierte el desierto de Nuevo México en territorio marciano donde la civilización parece un experimento fallido. Sus encuadres capturan la extrañeza de vivir en un país que se ha vuelto irreconocible incluso para sus habitantes.
Eddington es una película que funciona mejor como diagnóstico que como entretenimiento. Aster pone en escena un mundo donde la realidad se ha vuelto tan absurda que solo la comedia puede contenerla. Donde quizás el colapso no sea un accidente sino el destino natural de una sociedad construida sobre contradicciones irresolubles. Para Aster, todos son culpables. No hay un mensaje tranquilizador. Eddington es un radiografía arrogante sobre esa mezcla de miedo, soberbia y resentimiento que define el zeitgeist contemporáneo.
La película se escribió antes de Hereditary y Midsommar, y hay en ella un germen primitivo, una acumulación sin filtro, un impulso a decirlo todo. Retocada para el COVID, se convirtió en un catálogo de paranoias. Por momentos parece un mapa completo de la locura contemporánea. La contradicción es parte de su ADN: es a la vez ridícula y brutal, divertida y tediosa, lúcida y banal. Su fuerza está en entregarse al caos como única forma posible de retratar un tiempo ídem.
Ari Aster no ofrece respuestas, apenas un espejo sucio de un país que se acostumbró a vivir en guerra consigo mismo. Y tal vez ese sea su mayor acierto: no hay manera de entender lo que pasó, solo de mostrar cómo un país se desmorona. Porque Eddington sugiere que el verdadero virus no fue el COVID sino la incapacidad de una sociedad para procesarse a sí misma sin autodestruirse.
 
				 
								


