Crítica Destino Final: Lazos de Sangre | La paciencia de la muerte

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En Destino Final: Lazos de Sangre, la muerte es un trauma generacional, mientras que la actuación final de Tony Todd se convierte en un memento mori involuntario.

Primero fue un avión. Después una autopista. Luego una montaña rusa, un circuito de carreras, un puente. En Destino Final: Lazos de Sangre, es un restaurante en lo alto de un rascacielos con suelo de cristal. La fórmula sigue siendo efectiva: ese arranque espectacular, ese presagio de desastre, esos cuerpos que se niegan a morir cuando les toca. Pero Lazos de Sangre juega con el tiempo de una manera que las entregas anteriores no habían explorado: el salto de 50 años, la conexión generacional, la idea de que la muerte es paciente. Que puede esperar.

La saga Destino Final –esa máquina perfecta de matar adolescentes– lleva desde el año 2000 mostrándonos las mil y una formas en que la muerte puede alcanzarnos. Y ahora, catorce años después de la quinta entrega –esa que cerró el círculo narrativo conectando con la primera película–, Lazos de Sangre viene a decirnos que no, que la muerte no descansa. Y nada es más difícil de matar que una franquicia de terror rentable.

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Brec Bassinger como Iris en Destino Final: Lazos de Sangre

Destino Final: Lazos de Sangre: La herencia maldita

En 1968 –el año en que el mundo cambió y sin embargo siguió siendo el mismo– una pareja sube a cenar al último piso de una torre. El lugar parece diseñado por alguien que leyó demasiados manuales de arquitectura suicida: restaurante panorámico, piso de cristal, vista de 360 grados. Todo lo necesario para que la mise en scène del desastre sea perfecta. Y entonces el presentimiento, el caos: vidrios que estallan, cuerpos que caen, metal que se dobla.

Iris (Brec Bassinger) presiente el desastre. Lo ve en su mente con la claridad de alguien que ya sabe cómo funciona este universo cinematográfico. Y, como buena protagonista de Destino Final, logra salvarse y salvar a otros. Los nombres no importan. Tienen fecha de caducidad.

Pero en Lazos de Sangre hay algo diferente: un salto temporal que nos lleva cincuenta años hacia adelante. Stefani Lewis (Kaitlyn Santa Juana), nieta de Iris, está atormentada por pesadillas recurrentes sobre aquel día, sobre aquella torre que se derrumba y sobre todas esas muertes que nunca debieron evitarse. La muerte, como el karma, viene a cobrar sus deudas. Y trae intereses.

Alfred Hitchcock sabía que había que mostrar la bomba debajo de la mesa antes de hacerla explotar. La angustia no está en la sorpresa sino en la espera. Y Zach Lipovsky y Adam Stein, directores de Lazos de Sangre, son alumnos aplicados. Cada objeto en pantalla es una posibilidad homicida, cada primer plano es una advertencia. Chéjov jamás imaginó que su teoría sobre el arma que debe dispararse en el tercer acto podría aplicarse a una botella de cerveza, a una moneda, a un piercing, a un cubo de hielo con trozos de vidrio adentro.

La muerte, en Destino Final, es un ingeniero de precisión, un artista de las coincidencias, un diseñador de trampas mortales. Es la coreografía de lo inevitable disfrazada de accidente. No hay un asesino enmascarado, no hay villano. El antagonista es abstracto, inmaterial, metafísico: es la certeza matemática de que todos moriremos.

Lazos de Sangre es la herencia, el legado, la continuidad biológica como maldición. La muerte que persigue no solo a quienes escaparon, sino a los descendientes que nunca debieron existir. Esos hijos y nietos son anomalías cósmicas, errores en la contabilidad universal que deben ser corregidos.

Stefani busca respuestas en su abuela Iris (Gabrielle Rose), una anciana paranoica y aislada. “La muerte viene por la familia”, dice. Es lo único que necesitamos saber. La estructura familiar agrega un nivel narrativo a Destino Final: la muerte como característica hereditaria. Los hermanos Charlie (Teo Briones), Erik (Richard Harmon), Julia (Anna Lore), Bobby (Owen Patrick Joyner) son piezas de un dominó que empezó a caer hace medio siglo.

Destino Final: Lazos de Sangre: La necrología de Tony Todd

Y ahí está él. William Bludworth. El empresario funerario interpretado por Tony Todd. Su voz profunda, esos ojos que parecen haber visto demasiado. En las anteriores películas, era el oráculo que explicaba las reglas del juego, el único que parecía entender la naturaleza de esta muerte que persigue y no perdona. Todd encarna el único tipo honesto en una industria de mentirosos. Mientras todos fingen que las cosas van a salir bien, él te dice la verdad: vas a morir, y probablemente de una forma estúpida. Es el realismo socialista aplicado al cine comercial.

Tony Todd falleció en noviembre de 2024 por cáncer de estómago, y verlo en Lazos de Sangre enfermizo, demacrado, explicando una vez más las reglas de la muerte, añade un nivel metaficcional perturbador. Es un actor que sabe que está muriendo utilizando la certeza de su propia muerte. Incluso debilitado, sigue siendo una presencia poderosa. Su aparición es breve, pero retumba a lo largo de toda la película como un memento mori involuntario.

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Richard Harmon como Erik en Destino Final: Lazos de Sangre

Destino Final: Lazos de Sangre: La muerte y sus metáforas

En definitiva, Destino Final: Lazos de Sangre es exactamente lo que promete ser: un espectáculo de muerte y destrucción envuelto en una reflexión semi-filosófica sobre la inevitabilidad del fin. Es el bestiario urbano del siglo XXI: todo lo que te rodea quiere matarte, y lo va a lograr.

La franquicia Destino Final siempre fue una trampa conceptual perfecta: una máquina de matar que se disfraza de película de terror pero que en realidad es un aparato pedagógico. Nos enseña que todo mata. La tostadora, el ascensor, el aire, el pavimento. Es el curso intensivo de tanatología aplicada que nunca te dieron en el colegio: la muerte como ciencia exacta, con sus leyes inmutables y su burocracia implacable.

Sin embargo, hay cierta elegancia en el mecanismo narrativo de la saga. La premonición inicial, la lista de víctimas, las muertes consecutivas en el orden original, la búsqueda desesperada de una escapatoria. Tiene algo de comedia slapstick, algo de humor negro, algo de ironía en las canciones que acompañan las secuencias. Han pasado 25 años desde que el vuelo 180 partió del aeropuerto JFK con destino a París y explotó sobre el horizonte de Nueva York. ¿Qué dice de nuestra cultura este espectáculo de lo inevitable?

Quizás sea un exorcismo colectivo: al ver estas muertes absurdas e improbables, alejamos la realidad de nuestra propia mortalidad. O quizás es lo contrario: una forma segura de enfrentar lo desconocido a través de la distancia que proporciona la ficción. Lo cierto es que la franquicia ha tocado algo primordial en el público. Ha encontrado una veta en nuestro subconsciente colectivo y la ha explotado con eficiencia. Es la industrialización del miedo existencial, comercializado para consumo masivo.

Y quizás esa sea la fascinación eterna de Destino Final: nos permite jugar con nuestro mayor miedo en un entorno controlado. Nos permite mirar a la muerte de frente y reírnos de ella, aunque sea por un momento.

El cine de terror funciona como un laboratorio de miedos colectivos. Cambian los monstruos, los escenarios y los códigos, pero el experimento es siempre el mismo: observar qué hace una sociedad cuando la enfrentan con lo inevitable. Porque la muerte es paciente. Y siempre tiene la última palabra.

Tráiler de la película:

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