Crítica Camina o Muere (The Long Walk): El funeral de una generación

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Cuerpos exhaustos, balas militares y la sombra de King: la adaptación de Francis Lawrence de Camina o Muere avanza como un funeral que nunca termina.

Hay películas que nacen viejas, cargadas de expectativas heredadas. Camina o Muere (The Long Walk) llega con esa marca: una adaptación largamente esperada de la novela temprana de Stephen King, que circuló primero como rareza, como pieza lateral de un autor desbordante. Francis Lawrence toma ese relato de los 60’s sobre Vietnam y convierte el asfalto de Estados Unidos en una pasarela infinita donde los adolescentes aprenden que el patriotismo se mide en pasos, horas y balas.

La premisa de Camina o Muere se presta para el cine: cincuenta chicos puestos en movimiento, uno por cada estado, participando en esta lotería que la dictadura que gobierna el país organiza cada año para entretenimiento de las masas. Deben caminar como mínimo 5 kilómetros por hora, hasta que quede uno solo. El premio: riqueza, prestigio, la promesa de una vida que quizás ya no valga nada.

Lo que sigue es una sucesión de cuerpos sometidos al límite y de gestos que revelan la fragilidad de lo humano cuando llega a su extremo físico y psicológico. Cada caída expone una forma distinta de morir, de rendirse, de aceptar. Algunos lo hacen con dignidad, otros con rabia, otros entre convulsiones. En ese laboratorio de reacciones personales se construye el verdadero retrato: no de un individuo, sino de una generación sacrificada en nombre del orden.

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David Jonsson como McVries en Camina o Muere de Francis Lawrence

Camina o Muere (2025): Los cuerpos y la fragilidad del límite

Camina o Muere avanza como la procesión de un funeral anticipado donde los todos cargan sus propios ataúdes. La película es lenta pero sostenida, hipnótica, agotadora. Lawrence construye la tensión a partir de los detalles: una cojera incipiente, un calambre, necesidades biológicas. El horror de un cuerpo que se rebela cuando más se necesita. La caminata se extiende por carreteras vacías, campos abandonados, pueblos desiertos. Estados Unidos después del colapso: un territorio fantasmal, donde la paranoia estatal se disfrazó de nacionalismo y la crueldad en tradición. Los chicos caminan y conversan, se hacen amigos, se traicionan, se ayudan, mueren.

Cooper Hoffman (Licorice Pizza, Saturday Night) aporta una melancolía serena que contrasta con la brutalidad circundante. Su Ray Garraty no busca protagonismo heroico ni redención dramática: simplemente pone un pie delante del otro mientras reflexiona sobre los valores morales que heredó de sus mayores. Junto a él, David Jonsson (Alien: Romulus) compone a McVries, el optimista que se niega a dejar que la situación aplaste su humanidad. Entre los dos construyen una amistad, que en realidad es una forma de posponer la certeza de que uno tendrá que morir para que el otro sobreviva.

Los diálogos entre Ray y McVries tienen esa mezcla de profundidad juvenil y sabiduría prematura que caracteriza a los personajes de King. Hablan de todo y de nada mientras caminan hacia la muerte: de amor, de miedo, de la incomprensible crueldad del mundo. El escritor siempre volvía a estos vínculos masculinos adolescentes, como si hubiera encontrado ahí la última reserva de pureza antes de que el mundo los convirtiera en otra cosa. O en nada.

Charlie Plummer interpreta al malnacido de rigor, ese chico que decide que la mejor estrategia para sobrevivir es sabotear a los demás. Porque siempre hay uno: el que elige traicionar antes que la dignidad. La diferencia es que aquí ser despreciable no garantiza nada. La muerte no distingue entre héroes y villanos, solo entre vivos y muertos. Y estar vivo, en Camina o Muere, es siempre una categoría temporal.

Mark Hamill aparece como el Mayor, una especie de animador que arenga a los participantes con un megáfono desde un auto blindado. Su personaje es un funcionario de la crueldad, pero la actuación resulta demasiado camp para el tono general de la película. Quizás porque Hamill no necesita matices: con su voz alcanza para llenar la pantalla de tragedia inminente.

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La larga marcha de Camina o Muere

Camina o Muere: Vietnam, dictadura y la herencia política del relato

La novela de Stephen King era una parábola escrita a la sombra de Vietnam. En sus páginas había furia, había miedo, había reclutamiento obligatorio. Lo que en el libro funcionaba como comentario sobre la brutalidad de una guerra absurda, en Camina o Muere el contexto político se reduce a una dictadura vaga y una sociedad que aplaude desde fuera de campo. El guionista JT Mollner –quien el año pasado nos regaló la retorcida Strange Darling– ofrece una distopía hecha de pavimento, disciplina militar y la certeza de que Estados Unidos siempre necesitó cadáveres para seguir funcionando.

King nunca creyó en los finales felices. Creía en la resistencia, en la dignidad, en la amistad como último refugio contra la crueldad. Camina o Muere es una película que marcha hacia ningún lugar, quizás porque el mundo lleva décadas caminando en círculos, midiendo el progreso en Wall Street y la política en Twitter, llamando guerra a lo que antes se llamaba genocidio.

Camina o Muere apuesta a reducir el relato a la cadencia del movimiento y al desgaste progresivo de los cuerpos. El cine puede convertir una caminata en trance –ahí están Tarkovski o Béla Tarr como prueba–, pero Lawrence busca algo más prosaico: mostrar que la obediencia puede ser tan perjudicial como la violencia, que el espectáculo puede normalizar la barbarie, que caminar sin cuestionar el camino es otra forma de morir.

Tráiler de la película:

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