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Crítica Anemone: Daniel Day-Lewis y una historia sobre el peso del legado

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Entre el realismo sucio y lo onírico, Anemone es el retrato de un vínculo imposible: un hijo que busca una voz frente a un padre que ya no tiene nada que decir.

Daniel Day-Lewis vuelve al cine después de ocho años de retiro para protagonizar y coescribir una historia sobre la masculinidad quebrada, la culpa y la imposibilidad de reconciliarse con el pasado. Anemone, ópera prima de su hijo Ronan Day-Lewis, no es una demostración de virtuosismo ni un homenaje a su apellido, sino una tentativa de exorcismo. La película empieza como un retrato íntimo y termina como una confesión generacional sobre cómo se transmite el dolor, en cómo el legado se filtra en la sangre hasta volverse destino.

En su centro, el regreso del padre al cine funciona como un espejo invertido: mientras el hijo busca una voz, el padre parece buscar una salida. Anemone respira esa tensión: la de quien filma para entender por qué algo se rompió y ya no se puede volver a armar.

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Daniel Day-Lewis como Ray en Anemone

Anemone: Daniel Day-Lewis y la herencia como herida

Ronan Day-Lewis construye su relato sobre un doble eje. Por un lado, Ray (Daniel Day-Lewis), un ex soldado irlandés que peleó contra el IRA y ahora vive aislado en un bosque del norte de Inglaterra, arrastrando los fantasmas de una guerra que no terminó adentro suyo. Por el otro, su hermano Jem (Sean Bean), que quedó a cargo de todo lo que Ray abandonó hace veinte años: formó una familia sustituta con la ex de su hermano, Nessa (Samantha Morton), para criar a Brian (Samuel Bottomley), el hijo que Ray nunca conoció.

Cuando el joven empieza a repetir los gestos violentos de su padre, Jem decide buscarlo. Lo que sigue no es un reencuentro, sino una confrontación: dos hermanos intentando entenderse entre restos de trauma y superstición. La trama avanza entre silencios, visiones y explosiones verbales que parecen escritas con el cuerpo más que con la mente.

Anemone arranca con dibujos infantiles de soldados y cuerpos irlandeses desmembrados, un paisaje rural bajo un cielo encapotado, y el sonido de alguien cavando la tierra. En esos minutos iniciales, la película define su tono: una fábula sobre la herencia de la violencia, contada con el realismo sucio del cine británico y la intensidad abstracta de un niño que busca algo sin saber bien qué. Ronan Day-Lewis filma con una energía que no busca el equilibrio sino el desborde. Su cámara es física, nerviosa, obsesionada con los gestos: las manos que tiemblan, las miradas que se desvían, los cuerpos que no saben cómo estar en el mundo.

Daniel Day-Lewis regresa para recordarnos por qué su ausencia empobreció al cine. En Ray no hay elegancia: hay tierra, rabia, y una tristeza en los ojos más antigua que el tiempo. En cada silencio y en cada exabrupto, Day-Lewis parece examinar la propia idea de actuar: qué significa encarnar otra vida cuando la propia ya se ha retirado del escenario. Su primera línea, un seco “fuck off”, está ahí para romper la mitología de sí mismo. Su cuerpo sigue siendo el centro de la imagen –esa espalda encorvada, esa mirada esquiva–, pero ahora su energía es distinta: ya no quiere poseer el plano, quiere sobrevivir en él.

La puesta en escena de Anemone alterna entre lo austero y lo alucinado. Hay secuencias que parecen filmadas por un documentalista –la cabaña, el bosque, los gestos cotidianos de Ray– y otras que entran en un registro onírico, casi pictórico. Aparece una figura mórbida suspendida en el aire, un animal imposible con rostro humano, una lluvia de granizo que convierte todo en un paisaje apocalíptico, que en el contexto de la película funcionan como lenguaje del desborde: el delirio visual se convierte en una forma de expresar lo que los personajes no pueden decir.

La anémona del título, esa flor que se cierra ante la tormenta, es una metáfora de que cada uno de ellos se repliega frente al dolor que no sabe nombrar.

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Daniel Day-Lewis y su regreso al cine en Anemone

Anemone: Un diálogo entre generaciones a través del dolor

Lo que sostiene a Anemone es la relación entre los dos hermanos. Sean Bean, en un registro contenido y melancólico, contrasta con la energía volcánica de Daniel. Sus encuentros, filmados en planos cerrados, transmiten una tensión que nunca se resuelve del todo: el amor entre ellos está contaminado por la culpa, por una fe que no salva y por un pasado que ninguno puede enterrar. Ronan filma a los hombres no como portadores de una tragedia sino como síntomas de un sistema emocional agotado.

Samantha Morton aporta la contracara de ese universo masculino: una presencia que no busca dominar el espacio, sino resistirlo. Su rostro, en primer plano, expone el peso emocional de todo el relato. Morton es, otra vez, la actriz que puede narrar una vida con una mirada. Samuel Bottomley completa la cadena generacional: su violencia es menos épica que desesperada, una repetición automática de gestos que ya no significan nada.

Ronan Day-Lewis tiene apenas treinta años y filma como si no tuviera tiempo que perder. Anemone es una película de debut con todos los defectos esperables: exceso de confianza en lo visual, miedo al vacío narrativo, incapacidad para distinguir entre lo evocador y lo pretencioso. Pero también tiene destellos de un cineasta con potencial. Si el hijo hereda algo del padre, no es el talento actoral sino la fe en la intensidad como forma de verdad. El estilo, todavía impreciso, está en formación, pero ya tiene algo que no se aprende: una mirada propia sobre el dolor, la culpa y la memoria.

Anemone no pretende reconciliar a sus personajes ni ofrecer una lectura moral. Ray no encuentra redención ni castigo; simplemente, sobrevive lo suficiente para entender que nada puede repararse. La película es, en definitiva, un diálogo entre generaciones. Un padre que vuelve a actuar para despedirse del mito y un hijo que filma para inventarse un nombre. En esa alianza, el cine recupera no la perfección, no la coherencia, sino el temblor de lo que todavía puede fallar. Ronan Day-Lewis hace una película sobre la herencia y termina hablando del riesgo: el único territorio donde algo nuevo todavía puede florecer.

Tráiler de la película:

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