Volvieron. Era cuestión de tiempo. El 3 de julio de 2025, en Cardiff, Oasis se reencontró con el escenario, con las luces, con 60.000 cuerpos que les perdonaron los 16 años de su guerra fría privada. Oasis volvió y por dos horas volvieron a cumplir su promesa: que se puede vivir para siempre. No fue necesario explicar nada. Porque ya lo había dicho todo Supersonic, el documental que entendió que a veces la mejor forma de contar una banda es dejarla hablar mientras se prende fuego.
No todas las bandas merecen un documental. Algunas tienen una discografía. Otras, una biografía. Oasis, en cambio, tiene un relato. Y Supersonic es su versión más contundente. No es una cronología, no es una investigación, no es un ensayo: el documental captura la esencia creativa y disfuncional de la banda al colocarla en el centro de su propia leyenda, con imágenes inéditas, testimonios grabados ex profeso y una estructura narrativa que entiende el mecanismo del mito: nada de discos mediocres, peleas legales, giras patéticas. Solo la gloria.

Supersonic y la fabricación del mito de Oasis desde adentro
Dirigido por Matt Whitecross, Supersonic ignora deliberadamente la mayor parte del contexto cultural que rodea a Oasis: no habla de sus pares del britpop, no tiene en cuenta el fervor grunge al que se enfrentaban en Estados Unidos, no muestra lo que estaban haciendo otras estrellas del pop (salvo cuando Noel se jacta de que para finales de los 90’s habrá reclamado la cabeza de Phil Collins). El documental elige la exageración justa: la de narrar a Oasis como si el mundo no hubiera existido antes de ellos.
Whitecross toma una decisión efectiva: que los Gallagher –y no un periodista, ni un crítico, ni una ex novia mal medicada– sean los narradores de su historia. Porque en Oasis lo que importaba no era solo la música, sino el conflicto. Y nadie supo contarlo mejor que ellos mismos.
Liam habla como canta: con furia, con gracia, con desdén. Noel habla como compone: con cálculo, con distancia, con frases que suenan a máximas. Supersonic no los enfrenta, los superpone. Sus versiones se contradicen, se pisan, se niegan, pero juntas construyen algo más grande que una verdad: una visión. La de una banda que fue muchas cosas –melódica, ruidosa, irónica, grandilocuente– pero nunca tibia.
Algunos consideraron que los préstamos y la arrogancia de los Gallagher –su insistencia en que Oasis era la mejor banda del mundo– eran más groseros que descarados. Lo que no entendieron es que, según su propia definición, eran los mejores por defecto: Oasis era la única banda que sonaba como pensaban que debían sonar las bandas. Oasis fue un referéndum sobre lo que los oyentes querían del rock and roll al final de la era de los álbumes. No eran los Sex Beatles, como los apodó la prensa musical de Londres, sino que promovían y encarnaban su propia idea de un canon.
El documental Supersonic no pretende explicar el fenómeno Oasis. Hace algo más difícil: lo hace sentir. En vez de diagramas, emociones. En lugar de teorías, imágenes. El archivo funciona como detonante: los ensayos sucios en Manchester, las primeras entrevistas en pubs, cuando en el Whiskey a Go Go de Los Ángeles no pueden tocar el primer tema del set porque un día antes confundieron metanfetamina con cocaína. Todo transmite una urgencia: la sensación de que había que hacer algo antes de que todo se arruinara.
Supersonic está lleno de historias de peleas, rupturas, abandonos del escenario, habitaciones de hotel destrozadas y una brutalidad fraterna. Son los Gallagher irónicos y encantadoramente desvergonzados. En general, si Liam está enojado es por culpa de Noel, y viceversa. Whitecross encuentra humor en esa relación. “Claramente, Liam siempre deseó tener mi talento como compositor”, dice Noel. “Y no hay un día en el que no desee poder lucir una parka como él”.
Supersonic se detiene justo antes del declive, en Knebworth, en agosto de 1996, cuando la banda toca ante 250.000 personas y parece que todo es posible. Es una decisión estética –y política– : evitar el morbo, esquivar la autopsia, construir el retrato de un grupo en su momento de mayor potencia. Un gesto que se puede leer como omisión, pero también como inteligencia narrativa: Supersonic no busca clausurar una historia, sino dejarla vibrando en su punto más alto.
Porque Oasis fue eso. Una orgasmo sonoro, un estallido de canciones que no pedían permiso, una banda que no conocía la humildad. El documental lo entiende y lo celebra. No busca corregirlos. No los disculpa. Los muestra como fueron: contradictorios, insoportables, idiotas, brillantes. Dos hermanos que convirtieron su odio mutuo en una maquinaria de estadios, en una banda sonora de los noventa, en una marca generacional.

Supersonic: El documental desde adentro de Oasis
La música en Supersonic no es fondo, sino argumento. Rock ‘n’ Roll Star, Live Forever, Wonderwall. Son canciones que han sido abusadas por la repetición, pero que aquí vuelven a sonar con sentido. No porque hayan cambiado, sino porque el documental las coloca en su contexto exacto: no como hits de catálogo, sino como expresiones de época, hijas bastardas de una clase obrera desplazada, de una juventud sin ilusiones pero con guitarras.
Canciones que toman todo prestado pero es todo nuevo, una épica contundente de los ritmos de Manchester, el trance grind del shoegaze y Tomorrow Never Knows, guitarras superpuestas y pulsantes, solos con el estilo de John Squire (The Stone Roses) y Johnny Marr (The Smiths). Y sobre esa masividad sonora se recorta Liam Gallagher, el líder más maleducado de la década, aullando estribillo tras estribillo, como si su vida dependiera de ello.
La película termina en Knebworth, el apogeo de la banda: dos conciertos para 250.000 personas, con más de dos millones de solicitudes de entradas. Un récord. Un absurdo. Una señal. Porque Supersonic sabe que eso no es un final: es el comienzo del colapso. Nunca se dice, pero se intuye. La gloria era tan grande que no podía durar. Y no duró.
El documental se detiene ahí. No cuenta la caída. No habla de Be Here Now, de las giras eternas, de los discos que se repiten a sí mismos. No muestra el desgaste, la parodia, el resentimiento. No menciona la separación. Porque Supersonic no quiere ser un documental: quiere ser mito. Y los mitos no se funcionan con decadencia.
Oasis fue una banda brutalmente honesta, incluso en su cinismo. Supersonic no lo es. Evita las zonas grises, recorta el caos, suaviza las sombras. Liam aparece como el genio salvaje, el frontman perfecto. Noel, como el compositor absoluto. Todo lo demás –el marketing, la industria, las disputas legales, el contexto político–queda fuera del encuadre. Como si Oasis hubiera nacido sola, en el vacío, sin Thatcher, sin el britpop, sin Nirvana, sin Blur. Como si bastara con tener actitud y buenas canciones.
Pero no se le puede pedir a Supersonic lo que nunca quiso ser. No es una biografía rigurosa: es una pieza de propaganda bien filmada. Hay material de archivo impresionante, anécdotas contadas con furia, imágenes que todavía conservan ese brillo sucio de los 90’s. Y sobre todo, hay música. Las canciones siguen ahí. Con su arrogancia, su ternura, su exceso. Todavía suenan como si el mundo pudiera ser joven otra vez.
Entonces, mejor así. Que Supersonic termine donde todo parecía eterno. Que quede la impresión de una banda que nunca bajó del escenario. Que el documental funcione como lo que Oasis siempre quiso ser: no una banda del momento, sino un momento en sí mismo. Un instante que se repite, una canción para cantar borrachos y sentir que el tiempo no hubiera pasado.
Supersonic recuerda que Oasis fue más que una banda. Fue una declaración. No política, pero sí social. Una banda de chicos sin modales que decían que eran los mejores y, durante algunos años, lo fueron.
Cardiff y la gira 2025 (que en noviembre los traerá de regreso a la Argentina) son la prueba. Más de tres décadas después de su debut, Oasis sigue ahí. Gritando las mismas canciones, atrayendo la misma adrenalina. El mito funciona. Y Supersonic fue su manual de instrucciones.
 
				 
															


