Los textos del marqués de Sade (1740-1814) son pura sustancia erótica, la fórmula química de la sexualidad: fantasías masturbatorias en las que el deseo está liberado de todo límite, de todo tabú, de toda culpa.
Sade fue el típico libertino de su época, pero su rechazo a la aristocracia y sus normas sociales basadas en la adulación, los contactos y la ostentación, lo aislaron de la protección que tenía por pertenecer a la elite. Todos los regímenes políticos en los que vivió –monárquico, revolucionario y napoleónico– lo encerraron en sus calabozos: pasó 27 años de su vida en distintas prisiones y hospicios con criminales mansos y violentos, con locos, tullidos y oligofrénicos. Su ambición era ser un dramaturgo respetado, pero en la cárcel se convirtió en el pornógrafo más conocido, más moderno, más lúcido de la historia.
Marqués de Sade: La revolución del pornógrafo
El marqués de Sade es una de las pocas personas que dieron nombre a un sustantivo. El uso de la palabra sadismo comienza a mediados del siglo XIX, pero fue en 1886 cuando el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing utilizó el término para describir una perversión en su obra clínica Psychopathia Sexualis.
El sadismo de Sade se inscribe en la crueldad generalizada de una época. Tenía buenos maestros: la Iglesia Católica, los reyes y aristócratas, que ejercitaban su libido con cuanta campesina, pobre, prostituta se les cruzara; que en público ensayaban su perversión con cuanto ladrón, criminal, pensador desafiaba su autoridad.
La pedofilia no era castigada, pero la sodomía –para cualquier sexo– merecía la pena de muerte, por ser una práctica contraria al mandato divino de reproducirse. Además, se torturaba con hierro fundido, se mutilaba y desmembraba en la plaza pública a quienes atentaran contra la voluntad del rey: experiencias edificantes para la moral popular.
El libertinaje era el derecho de los nobles y sacerdotes. Los colegios jesuitas –donde Sade estudió– aplicaban castigos corporales a los alumnos: postales sado de la pedagogía cristiana, con varas y látigos incluidos. Sus curas eran conocidos en todos los burdeles de París por pedir a las prostitutas que los azotaran. En argot, la pederastia se conocía como ‘molinisme’, en honor al teólogo de la congregación Luis de Molina.
El marqués de Sade fue acusado a lo largo de su vida de blasfemia, incitación al sacrilegio, sodomía y envenenamiento e intento de homicidio. En todas las denuncias estuvieron involucradas prostitutas, algunas menores de edad, todas de bajos recursos, muchas intoxicadas del afrodisíaco de moda, la mosca de España, que Sade disfrazaba de caramelos de anís. Fue condenado a muerte y ejecutado en efigie, mientras él se encontraba prófugo. Luego los cargos fueron retirados, pero ya era demasiado tarde: la incipiente prensa sensacionalista lo hizo célebre, sus orgías –festivales hardcore de varios días–, se conocían en toda Francia.
Tanta publicidad no era buena para el apellido, por lo que su familia política comenzó a decidir su destino. El asunto no era complicado: el rey firmaba lo que se conocía como ‘lettres de cachet’, que se entregaban a las casas poderosas para que pudieran encerrar a los parientes indeseables sin demasiado escándalo, a su discreción, de por vida. Y Sade tenía la mala costumbre de seguir siendo él.
En su celda de la Bastilla se inventó una religión fetichista para sus orgías solitarias: comenzó su carrera de escritor. Llevó al extremo sus fantasías más depravadas. Fue el primero que intentó hacer una teoría del libertinaje, el habla de la transgresión. El más prisionero de los prisioneros habló como nadie había hablado de la libertad a aquellos que se creían por fin libres.
Después del velorio de Dios, la Razón tomaba su lugar con el garbo que le daba la ciencia, aunque igualmente distanciada de toda autonomía, de todo deseo: una racionalidad frígida que creó instituciones frígidas para producir leyes frígidas destinadas a la regulación y control de individuos frígidos.
El anarquismo del marqués de Sade consistió en introducir el desorden del deseo en un mundo dominado por el deseo de orden y clasificación. Sus novelas son utopías nihilistas, alucinaciones orgásmicas, puro surrealismo sádico. Sus personajes legalizan la violación como una de las formas del arte, el crimen como el apéndice humano de la naturaleza, el incesto como el paroxismo de la fraternidad. Si la naturaleza destruye para crear nuevas formas, obedeciendo la ley del más fuerte, el ser humano debe entregarse a sus pulsiones, que esencialmente son egoístas, mezquinas y crueles.
Los libertinos y libertinas de Sade son racionalistas del goce perverso. Se entregan por completo al juego de poder que ellos mismos proponen: poder sobre el otro, su negación absoluta, una víctima-objeto que será ultrajado de todas las maneras posibles hasta que no quede nada de él. Una dictadura del cuerpo en la que el placer debe ser buscado hasta lo indecible, en la que no hay límites para el deseo, en el que no se tiene en cuenta el dolor de los demás.
El marqués de Sade y la Revolución Francesa
El marqués de Sade fue le revolucionario que peleó la revolución equivocada. Él, que había nacido en una de las familias más ilustres de Francia –y nunca había hecho nada por disimularlo– , no quería la libertad para la burguesía, en la que veía una aristocracia low cost, con las mismas aspiraciones, los mismos vicios y bajezas.
La familia burguesa era la esclavista de toda erótica (o, al menos, eso intentaba aparentar), y Sade prefería otras prisiones: la servidumbre de la razón al lenguaje promiscuo del deseo.
El 13 de julio de 1789 el marqués era el único prisionero en la Bastilla. París hervía de protestas. Desde su celda agitó a la masa para que asaltara ese símbolo del despotismo, usando un urinal como megáfono y arrojando a la calle panfletos antimonárquicos escritos por él. La toma de la cárcel sucedió al día siguiente, cuando ya lo habían trasladado a un manicomio. En los disturbios perdió casi todos sus manuscritos, incluido el de su primera novela Los 120 días de Sodoma o la Escuela del Libertinaje, escrita en 1785.
Ya liberado, por oportunismo o convicción, se dedicó a ser un buen ciudadano. Fue secretario de la sección de Picas, orador, escribió discursos, folletos, peticiones, obras de teatro, una novela política y asexuada que nadie leyó: el combo agit prop del perfecto revolucionario.
La descristianización y relajación de las costumbres que habían comenzado con la caída del absolutismo terminó con Robespierre. El ateísmo pasó a considerarse un lujo aristocrático y los ateos agentes contrarrevolucionarios. Sade volvió a prisión y fue condenado a muerte. Un error burocrático –quizás menos un error que un oportuno soborno– lo salvó de la guillotina. Poco después, Robespierre no tuvo tanta suerte.
A la frigidez jacobina, el marqués de Sade respondió con su habitual hedonismo cínico. La Philosophie dans le Boudoir (La Filosofía en el Tocador), publicado de forma anónima en 1795, es una parodia de la ética de la Ilustración, de los ideales que colocan a la virtud como fundamento moral y político de la sociedad: “Coger bien convierte a la persona en un mejor republicano, ya que constituye una forma de expulsar la dosis de despotismo que la naturaleza ha grabado en nuestros corazones”. Como servicio público aconsejaba burdeles 24 horas para hombres y mujeres. Los sueños húmedos de Sade eran las pesadillas siniestras de Rousseau.
Con Napoleón llegó la brigada antivicio para hacer una depuración moral de la nación. Se secuestraron todos los manuscritos del marqués de Sade y los ejemplares de Justine, que había tenido varias reediciones desde 1791, y de Juliette, que acababa de publicarse y era un succès de scandale en todo París. Después de pasar por varias prisiones, a las autoridades les pareció más educado encerrarlo por loco que por escritor. Para eso inventaron una enfermedad: “demencia libertina”. De esta manera, se convirtió en el primer paciente oficial de la policía.
El marqués de Sade pasó sus últimos 13 años de vida encerrado en el Hospicio de Charenton, a 5 kilómetros de París. Allí escribió obras de teatro para que representaran los internos, bajo la mirada de un público muy burgués y muy progre que disfrutaba del espectáculo de la locura y del personaje más célebre e infame de Francia, a una distancia prudente y con una reja protectora de por medio.
La influencia del marqués de Sade en el siglo XX
Entre el Banquete de Platón y las novelas del marqués de Sade pasaron mil años de un silencio casi absoluto sobre la sexualidad. El marqués de Sade atacó todos los principios que sostenían la cultura occidental –Dios, ley, familia– y colocó un espejo deformante que ponía en relieve la inflexible ambivalencia de las fuerzas eróticas y destructivas que rigen las relaciones humanas, en las que la pulsión de muerte llega a tener tanta intensidad como el instinto de supervivencia, y los impulsos pueden llevarnos, aunque sea en nuestras fantasías, a un estadio arcaico más animal, liberados de los tabúes más fundamentales impuestos por la civilización.
Cien años antes que Freud develara los subsuelos del alma, el marqués de Sade fue el retorno de lo reprimido, de todo aquello que se quiere ocultar bajo la apariencia de normalidad. En sus textos el principio de placer termina borrando toda realidad exterior: exponen una doctrina extrema de la libertad individual al tiempo que describen aquellas inclinaciones más oscuras del deseo, aquello que ahora llamamos inconsciente.
Sus novelas presentan dos clases de personas: los libertinos y los demás. Y los libertinos son los que tienen derechos sobre el mundo que los rodea. Una descripción aterradora de las jerarquías sociales y del poder absoluto que se ejerce sobre el otro, un objeto sobre el cual se liberan las tendencias más perversas de la psique humana.
Fue profético en sus ideas andróginas sobre el comportamiento sexual. Un erotismo polimorfo en el que la heterosexualidad no es más que una expresión posible de la libido.
Para el marqués de Sade, la ley cumple una función castradora, en tanto ordena la represión de los instintos naturales. Y donde había ley, Sade prefería la ley sin ley del deseo. Supo, antes que nadie, que en la relación entre placer y dolor se juega la vida humana. Dijo, de manera cínica, que el placer está conectado al dolor, pero el placer busca la eternidad.
Adaptaciones de la obra del marqués de Sade en el cine
El cine ha encontrado en la obra y vida del marqués de Sade un territorio fértil para la exploración de los límites de la representación visual. De Pasolini a Peter Brook, pasando por directores como Jesús Franco y Walerian Borowczyk, la figura del escritor ha permitido interrogar las tensiones entre libertad creativa y censura, entre transgresión filosófica y provocación visual. Este recorrido por las adaptaciones cinematográficas de Sade revela no solo la vigencia de su pensamiento, sino también las diversas estrategias estéticas con que el séptimo arte ha intentado capturar ese espíritu maldito que continúa desafiando los fundamentos de la moral occidental.
La vigencia cinematográfica del marqués de Sade trasciende el interés histórico para convertirse en síntoma de una cultura obsesionada con explorar sus propios límites. Directores de diversas nacionalidades y sensibilidades estéticas han encontrado en sus obras un vehículo para abordar temas urgentes: la relación entre poder y sexualidad, las contradicciones del discurso ilustrado, la hipocresía de las instituciones sociales y la permanente tensión entre deseo individual y control colectivo.
Hablar de Sade en el cine es hablar de filmografías marginales, películas prohibidas, obras maestras olvidadas, provocaciones porno soft. Este artículo propone un itinerario por ese territorio donde el cine abandona sus certezas para adentrarse en el abismo sadiano: ese espacio donde la imagen se vuelve pensamiento y el pensamiento transgresión.
De Sade (1969) – Cy Endfield
De Sade, dirigida por Cy Endfield pero intervenida por Roger Corman, es un artefacto cinematográfico híbrido, una extraña criatura que no termina de decidir si quiere ser biopic histórico o fantasía psicodélica.
Keir Dullea, recién salido del viaje cósmico de Kubrick, encarna a un marqués que oscila entre la caricatura y el estudio psicológico. De Sade avanza mediante flashbacks que fracturan la cronología y que pretenden sumergir al espectador en la mente perturbada del protagonista. Endfield, un director talentoso exiliado por el macartismo, lucha contra las imposiciones del estudio, y el resultado es una película donde los momentos de inspiración visual quedan ahogados por la necesidad de satisfacer las expectativas de un público ávido de transgresiones calculadas.
Las escenas de orgías y torturas, filmadas con una estética que remite al expresionismo alemán pasado por el filtro del technicolor, evidencian la influencia del teatro de la crueldad de Artaud más que una verdadera comprensión del proyecto literario sadiano. El diseño de producción –recreación de época, detalles de vestuario, decorados– intentan compensar la ausencia de una mirada realmente provocadora sobre la figura del marqués. Lo que queda es un ejercicio de estilo donde la forma termina devorando al contenido, una ilustración superficial que confunde el libertinaje sadiano con acumulación de excesos visuales.
De Sade representa ese momento en que Hollywood intentó apropiarse de los iconos de la transgresión europea sin terminar de entender su verdadera dimensión filosófica. Vista hoy, resulta más valiosa como documento de las contradicciones de su época que como una verdadera aproximación cinematográfica al universo del marqués.
La Filosofía en el Tocador (1969) – Jacques Scandelari
La adaptación de Jacques Scandelari de La Filosofía en el Tocador traslada la educación sexual de Eugénie al París de los años 70 del siglo XX. Scandelari entiende que el verdadero desafío no está en la representación explícita de los actos sexuales sino en la filmación de las conversaciones que los preceden y justifican, esos diálogos donde se revela la verdadera transgresión sadiana: la destrucción sistemática de cualquier moral que pretenda regular el deseo.
Souchka interpreta a Xenia, una especie de Eugénie contemporánea que podría cruzarse con Godard o Rohmer en algún café de Saint-Germain. La fotografía, con su paleta fría dominada por azules y grises, establece un contrapunto visual con el calor de los cuerpos que se entregan a la experimentación sensual, creando un contrapunto estético que refleja la tensión filosófica del texto sadiano.
Marqués de Sade: Justine (1969) – Jesús Franco
La versión de Justine de Jesús Franco demostró que el cine de género podía dialogar con la literatura maldita sin perder su condición popular. El director, exiliado por el franquismo, encuentra en el marqués a un aliado inesperado: otro aristócrata que utilizó la escritura como forma de disidencia en tiempos de persecución ideológica.
La estructura narrativa conserva el esquema básico del relato sadiano –Justine como víctima perpetua de un mundo donde la virtud es sistemáticamente castigada– pero lo inserta en un universo visual que debe tanto a la literatura libertina como al gothic horror británico. Jack Palance encarna a un Marqués de Sade que funciona como narrador-personaje, una figura liminal que observa y participa de la narración que él mismo construye. Su presencia, entre fantasmagórica y material, establece un puente entre el siglo XVIII francés y ese momento histórico de finales de los 60’s en que Europa descubría que la revolución sexual podía ser una forma de liberación política.
Romina Power, hija de un Hollywood que Franco soñaba conquistar algún día, encarna a una Justine que conserva la ingenuidad del personaje original pero le añade una dimensión casi táctil. Su cuerpo, exhibido y martirizado según la lógica del relato sadiano, se convierte en territorio donde se inscriben las marcas de un poder que no necesita justificarse porque se sabe absoluto.
Justine es una película-puente que muestra esa parte del legado de Sade que cuestiona los límites que separan el arte “elevado” del “popular”.
De Sade 70 (Eugenie, 1970) – Jesús Franco
En Eugenie, el cineasta manchego ensaya una adaptación de La Filosofía en el Tocador que funciona más como variación que como traducción fiel. Las islas Madeira sirven de escenario para esta inmersión en el universo sadiano, con Christopher Lee encarnando al misterioso Dolmancé, un aristocrático que invita a una joven (Marie Liljedahl) a su isla para iniciarla en un mundo de placeres prohibidos.
La estructura narrativa sigue vagamente el esquema de la novela de Sade, pero Franco lo transforma en un relato de iniciación donde los elementos oníricos se mezclan con escenas eróticas. Su cámara registra con mirada documental los rituales de una secta libertina entregada a una educación sentimental que es también una forma de destrucción. Las secuencias más psicodélicas, filmadas con filtros de colores y efectos de sobreimpresión, establecen un contrapunto visual con las escenas más realistas, creando una estética que refleja la tensión filosófica del texto sadiano.
Las locaciones naturales de Madeira y el uso de la luz natural le dan a la película una extraña cualidad documental, como si Franco estuviera registrando un crimen real. El cineasta entiende que el verdadero desafío no está en mostrar explícitamente lo que Sade describe sino en sugerir que lo irrepresentable acecha siempre fuera de campo.
Franco, como Sade, no busca excitar sino perturbar; no pretende el goce del espectador sino su incomodidad. Eugenie de Sade se instala en ese territorio inestable donde el cine de explotación y el cine de autor comparten fronteras porosas. Vista hoy, la película resulta un documento de cómo la pulsión transgresora del marqués encontró una continuación en los márgenes del cine europeo de los 70’s, cuando una generación de realizadores descubrió que la radicalidad formal podía ser también una forma de disidencia política.
De Sade 2000 (Eugenie de Sade, 1970) – Jesús Franco
Jesús Franco filma desde las trincheras de un cine que hace de la precariedad virtud y del margen un centro. En Eugenie de Sade, filmada en la Alemania Occidental casi simultáneamente con su otra Eugenie, pero radicalmente distinta en tono y concepción, el director español abandona la adaptación de La Filosofía en el Tocador para abordar otra obra del marqués: el cuento Eugénie de Franval (1800).
El incesto, tema central del relato original, se convierte en Eugenie de Sade en vehículo para una exploración visual sobre la relación entre erotismo y muerte. Franco construye cada escena como si fuera la última. Su Eugenie (Soledad Miranda, en uno de sus últimos papeles antes de su muerte en 1970) no es la víctima pasiva del texto sadiano sino un personaje con agencia propia que se sumerge voluntariamente en el abismo de la transgresión, acompañada por su padrastro (Paul Muller), un Dolmancé reinventado que la guía por un libertinaje que solo puede culminar en la destrucción.
Cuentos Inmorales (1974) – Walerian Borowczyk
Borowczyk construye un políptico donde cada segmento responde a una geometría precisa del deseo prohibido. En Cuentos Inmorales, particularmente en el episodio La Bestia en la Luna, la sombra de Sade se proyecta con nitidez sobre una narración fragmentada que renuncia a la continuidad para privilegiar los momentos de ruptura. El formato de antología le permite al cineasta polaco explorar diferentes registros de la transgresión, desde el incesto hasta el sacrilegio, pasando por perversiones menos catalogables.
La reconstrucción histórica, minuciosa en vestuario y decorados, contrasta con una puesta en escena que rechaza el academicismo para adentrarse en la experimentación. Borowczyk filma los cuerpos y sus encuentros con una precisión casi científica que recuerda las detalladas descripciones anatómicas de Sade.
El episodio de Erzsébet Báthory, con su mezcla de rigor histórico y fantasía sádica, establece un diálogo directo con las prácticas libertinas descritas en Los 120 Días de Sodoma. La condesa sangrienta, interpretada por una Paloma Picasso hierática y distante, encarna esa aristocracia del vicio que en los textos sadianos ejerce su poder sin límites sobre cuerpos reducidos a la condición de objetos desechables.
Saló o los 120 Días de Sodoma (1975) – Pier Paolo Pasolini
En Saló o los 120 Días de Sodoma la imagen es llevada al extremo de lo irrepresentable. Es una película demasiado sórdida, brutal, enferma. Pasolini hizo la misma lectura que la mayoría de los intelectuales de la segunda mitad del siglo XX que analizaron la obra de Sade: el marqués fue el escritor que anticipó el fascismo. Y Saló reconoce que para mostrar la verdad del horror no hay que transar con el buen gusto ni hacer ninguna concesión estética que pueda servir como ansiolítico moral.
En una residencia burguesa de Saló (una república fundada por Mussolini en el norte de Italia, gobernada de facto por los nazis, donde el hermano de Pasolini fue asesinado en 1945), cuatro libertinos someterán a un grupo de adolescentes a todo tipo de torturas y degradaciones sexuales durante 120 días.
Pasolini se apropia el texto que el marqués de Sade escribió en la Bastilla en 1785 (el manuscrito desapareció durante la toma de la cárcel y se terminó publicando en 1904), para hacer un retrato contemporáneo de la obscenidad del poder: un banquero, un obispo, un juez y el presidente gobernarán la realidad de acuerdo a sus pulsiones más abyectas, organizadas en estrictas rutinas sádicas. Al igual que en en las novelas de Sade, las repeticiones de las torturas no sólo tienen relación con la satisfacción de los impulsos, sino también con la exploración sistemática de todas las posibilidades de aniquilación de la víctima-objeto.
Saló se ubica en el grado cero de lo simbólico. Pier Paolo Pasolini muestra todo: comer excrementos, violaciones, humillaciones, mutilaciones, como si estuviera inventando la provocación en cada plano. Ante tan absoluto rigor, lo que se desnuda no es el espacio retratado, sino nuestra mirada. Este concepto se vuelve explícito en el final de la película, cuando la cámara subjetiva nos obliga a ver a través de los ojos de los torturadores.
Además de ser una denuncia a la manera en la que el capitalismo reduce los cuerpos a una condición mercantil, la película muestra al fascismo y a las dictaduras en toda su esencia: ilustra cómo su uso sistemático de la violencia crea un nuevo orden que invierte las reglas de castigo y recompensa y en el que todo derecho, toda voluntad y autonomía quedan suspendidos por la arbitrariedad de un poder absoluto.
La capacidad de impacto y el rechazo que genera Saló permanece intacto, 44 años después de su realización –en algunos países todavía está prohibida su proyección–. Pasolini fue periodista, poeta, novelista, cineasta, comunista, homosexual: durante toda su carrera creó artefactos estéticos que mostraban una realidad marginal que mantiene lo social en estado de emergencia, contaminando el lenguaje con mensajes provocadores para preservarlo tanto de la nostalgia como del conformismo.
Tres semanas antes del estreno de Saló, Pasolini fue asesinado en una playa cerca de Roma. Las circunstancias todavía no fueron esclarecidas.
Justine del Marqués de Sade (Cruel Passion, 1977) – Chris Boger
Boger filma a la intemperie, como si quisiera airear los textos de Sade, arrancarlos de las bibliotecas donde la academia los ha confinado y devolverlos a la vida. Su adaptación de Justine traslada la acción a una Inglaterra rural del siglo XVIII que funciona menos como reconstrucción histórica rigurosa que como escenario arquetípico para una fábula moral invertida. El verde omnipresente del paisaje británico, filmado en un 16mm granuloso que subraya la textura orgánica de la naturaleza, establece un contrapunto visual con la artificialidad de las convenciones sociales que la protagonista deberá enfrentar en su odisea.
La estructura narrativa, que sigue con sorprendente fidelidad el recorrido de la Justine original, permite a Boger construir una sucesión de tableaux vivants donde cada nuevo infortunio de la protagonista se convierte en ocasión para un comentario visual sobre la hipocresía social. Pero lo que en Sade era discurso filosófico aquí se transforma en pura imagen cinematográfica: los abusos que sufre Justine a manos de religiosos, aristócratas y bandidos quedan registrados por una cámara que nunca cae en el goce voyeurista sino que documenta con distancia casi etnográfica los rituales de poder que se esconden tras cada acto de violencia sexual.
Koo Stark encarna a una Justine que conserva la ingenuidad del personaje original pero le añade una determinación casi existencialista, como si esta versión del personaje fuera consciente de habitar una narración predeterminada contra la que se rebela inútilmente. Su interpretación evita tanto el histrionismo melodramático como la pasividad absoluta, encontrando un punto intermedio que hace creíble a este personaje atrapado entre la fe en una virtud que solo le trae desgracias y la tentación permanente de una conversión al vicio que le garantizaría la supervivencia en un mundo hostil.
Cruel Passion representa un momento singular en la historia de las adaptaciones cinematográficas de Sade: ese punto exacto en que el cine de explotación británico de los 70’s se encontró con la literatura libertina francesa para producir un híbrido fascinante, una película que se mueve con entre el art house y el exploitation, entre la reflexión filosófica y la provocación visual. Vista hoy, conserva su capacidad para incomodar porque renuncia a cualquier tentación esteticista para enfrentar al espectador con la verdad desnuda que Sade nunca dejó de proclamar: que detrás del simulacro de la civilización acecha siempre la naturaleza predatoria del deseo humano.
La Filosofía en el Tocador (1991) – Olivier Smolders
En su cortometraje de 1991, el cineasta belga destila la esencia del texto sadiano hasta convertirlo en un concentrado visual de apenas 14 minutos. La economía narrativa del formato corto obliga a Smolders a prescindir de la estructura dialogada del original para concentrarse en secuencias visuales. El blanco y negro subraya el carácter radical de la propuesta sadiana: un mundo donde no existen los matices morales sino sólo la oposición frontal entre naturaleza y convención, entre deseo y represión.
La Filosofía en el Tocador avanza mediante una sucesión de tableaux vivants que remiten directamente a la tradición pictórica flamenca, esa misma tradición que bajo la aparente placidez de escenas domésticas ocultaba un subtexto de crítica moral. Smolders invierte ese procedimiento: parte de escenas explícitamente transgresoras para construir una reflexión visual sobre la hipocresía que sostiene el orden social. Su Eugénie no es ya la joven ingenua del texto original sino una figura más ambigua, consciente desde el principio de su participación en un ritual de iniciación que es también un acto de liberación política.
Esta versión condensada de La Filosofía en el Tocador representa uno de los acercamientos más lúcidos al pensamiento sadiano desde el lenguaje cinematográfico. Smolders comprende que la verdadera provocación no está en la representación gráfica de perversiones sexuales sino en la exposición de las contradicciones que atraviesan la civilización occidental. Su cortometraje, premiado en diversos festivales, permanece como una pieza de culto que demuestra que el cine, incluso en su formato más breve, puede dialogar con la literatura libertina sin caer en la provocación gratuita.
El marqués de Sade como personaje en el cine
Marat/Sade (1967) – Peter Brook
Marat/Sade contiene a todo el cine europeo de la década del ‘60: una película llena de ideas, de teorías, de euforia y excitación, de buscar hacer lo que nadie había hecho todavía.
Un grupo de enfermos mentales representan en 1805 una obra de teatro sobre el asesinato de Jean Paul Marat en 1793. El baño del Hospicio de Charenton -donde el marqués de Sade pasó los últimos años de su vida- es el escenario. El público llena las plateas detrás de una reja protectora. El marqués fue vanguardia también en esto: la psicoterapia.
Las obras que escribió en ese manicomio se perdieron, pero el dramaturgo alemán Peter Weiss escribió en 1963 Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat representada por el grupo teatral de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade –aka Marat/Sade–, que Peter Brook puso en escena en Berlín Occidental, Londres y Nueva York. Después del éxito que tuvo en el teatro, en 1967 filmó su versión cinematográfica.
El marco histórico le sirve a Brook para poner el concepto de revolución en tensión: Marat, el líder jacobino que defiende la violencia como forma de cambiar las estructuras sociales; y el marqués de Sade, que entiende la revolución como consecuencia de la liberación individual de las personas. La película amenaza con salirse de control en cualquier momento. Los locos se excitan, gritan, se ponen violentos, aportando la dosis de caos necesario para recrear el clima del malestar que, tras la apariencia de normalidad impuesta por el orden napoleónico, bullía entre los oprimidos.
Marat/Sade usa la revolución francesa para decir algo sobre el presente, en una época en la que la juventud estaba cambiando el mapa social y cultural de la sociedad para siempre. En los 60’s nada era lo que había sido, porque todo estaba por ser a cada momento. Un momento en el que el cine creía que también podía cambiar el mundo.
Marquis (1989) – Henri Xhonneux
Ingeniosa, bizarra, perfectamente obscena. El director Henri Xhonneux y el artista David Topor escribieron para el bicentenario de la Revolución Francesa esta sátira pervertida inspirada en la obra y la vida de Sade en la Bastilla, tomando como eje algunos temas fetiche del marqués: la naturaleza primitiva y cruel del ser humano y la hipocresía moral y sexual de la sociedad.
El diseño de Topor –uno de los fundadores del grupo Pánico junto a Alejandro Jodorowsky– muestra todo un bestiario de personajes grotescos y lascivos que se mueven entre conspiraciones políticas y la zona roja del deseo.
Esta pieza surrealista, llena de humor negro, es una mezcla de animación en claymation y actores con máscaras de animales: una rata libidinosa obsesionada con tener sexo anal con Sade, una vaca violada y embarazada por el rey, un gallo masoquista, una yegua dominatriz, un camello sacerdote que se excita con las confesiones de las reas, un perro pornógrafo –el marqués de Sade– que escribe relatos eróticos para leérselos a su pene, que le critica su estilo afectado y grandilocuente.
El guion es inteligente y perverso. Presenta un marqués de Sade idealizado, no histórico: el artista cuyas ideas son demasiado incómodas para el poder, esa elite que practica las fantasías que Sade escribe.
Estos Muppets medio porno son demasiado extravagantes para ser excitantes y demasiado turbios para no ser humanos: es como si el interior se hubiera externalizado y hubieran quedado las pulsiones en la superficie de la piel. Marquis es una fiesta de máscaras, pero no de disfraces. Una película que quizás demuestre que para representar a Sade, hay que perder la forma humana.
Las biopics del marqués de Sade
Sade (2000) – Benoit Jacquot
Esta biopic del marqués Sade no intenta ocultar su revisionismo histórico, ni esquiva la provocación sexual. Benoit Jacquot se centra en el tiempo que Sade pasó en el sanatorio Picpus, donde fue internado junto a otros aristócratas deshonrados por el gobierno de Robespierre en 1794. Daniel Auteuil hace un marqués afectado, controlador, cachondo y depredador, el antídoto amoral contra la hipocresía de los que gobernaban Francia en ese momento.
Entre sus víctimas se encuentra una virgen inteligente y saludable llamada Emilie (Isild Le Besco) y la guía a través de un rite de passages sexual e intelectual. Para el marqués de Sade, la mente y el cuerpo son inseparables, y la película construye una pieza poderosa cuando se unen, fusionando miedo y deseo, placer y dolor, inocencia e iluminación.
Quills: Letras Prohibidas (2001) – Philip Kaufman
Menos una biopic que la puesta en escena de un mito, Quills propone un marqués de Sade rockstar en estado de orgasmo inminente. El gran Geoffrey Rush nos regala un marqués transgresor, egoísta y arrogante que necesita de la escritura para exorcizar sus demonios internos.
La película transcurre en el asilo de locos de Charenton, que está bajo la dirección de un cura progre (Joaquin Phoenix), quien le otorga privilegios y cierta libertad a los internos como forma de tratamiento. La llegada del psiquiatra Royer-Collard (Michael Caine) altera el ecosistema idílico del lugar: la mejor manera de curar la locura es a través de la tortura física.
Quills funciona en varios niveles: como comedia negra, con un humor corrosivo y erótico (la campesina lavandera de Kate Winslet le otorga atrevimiento y sensualidad al film); como denuncia a la pedagogía de la violencia para castigar el placer. El tópico es recurrente en las películas sobre el marqués de Sade: la hipocresía de un mundo violento que castiga con violencia a quien la expone. Para una sociedad atrapada en el espejismo de las apariencias, Sade era un terrorista del buen gusto. Cuando le confiscan el papel, la tinta y sus plumas, escribe con vino, luego con sangre y hasta con su propia mierda.