El mundo después: The Last of Us como alegoría contemporánea

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The Last of Us no es solo una historia de supervivencia en un mundo devastado por un apocalipsis, sino un análisis profundo de la humanidad en crisis.

En 2023 HBO estrena The Last of Us, una adaptación fiel del videojuego homónimo lanzado diez años antes. Más allá de su éxito de audiencia y crítica, la serie reactiva una discusión pendiente sobre el valor narrativo de los videojuegos, la persistencia del apocalipsis como forma cultural, y la manera en que las historias de fin del mundo no hablan del mañana sino del presente.

La serie, producida en un contexto marcado por el recuerdo colectiva de la pandemia de COVID-19, ofrece un marco actualizado para releer el material original. No solo por las referencias a confinamientos, sistemas sanitarios colapsados y políticas de control social, sino porque su relato se vuelve más legible en su dimensión alegórica: no es una historia sobre zombies, sino sobre las formas que asume la comunidad humana en estado de excepción.

El cordyceps –el hongo que desata la crisis– es una excusa narrativa, un recurso de worldbuilding con base científica real. Pero lo que está en juego no es la verosimilitud del virus, sino las consecuencias éticas, políticas y afectivas de su propagación. La infección no elimina la conciencia, sólo altera el comportamiento. La idea de un cuerpo vivo pero sin voluntad propia interpela desde lo biológico, pero también desde lo social: ¿qué es lo que sobrevive cuando se destruye todo lo que estructura una vida?

La narrativa que Craig Mazin y Neil Druckmann desarrollan en The Last of Us conserva lo central del juego: el vínculo entre Joel (Pedro Pascal) y Ellie (Bella Ramsey) como eje emocional, y el recorrido por Estados Unidos como una especie de cartografía de la descomposición. Sin embargo, la serie profundiza en aspectos apenas sugeridos por el juego: el día cero de la pandemia, la vida antes del colapso, las experiencias de personajes secundarios. Estos desvíos amplían la lectura sobre este universo y su inserción en la tradición postapocalíptica.

Esa expansión que propone la serie hace visible algo que el juego ya contenía: una reflexión sobre el poder, la infancia, la paternidad, la guerra, el cuerpo, la comunidad y el sacrificio. En este sentido, el videojuego no fue simplemente una experiencia técnica o de entretenimiento. Fue, desde el inicio, un texto político.
Para entender esa potencia, conviene regresar al contexto en el que fue concebido.

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Pedro Pascal como Joel en The Last of Us

El contexto histórico de The Last of Us

The Last of Us fue desarrollado por Naughty Dog y lanzado en junio de 2013, al cierre del ciclo de la PlayStation 3, en un contexto de transformaciones globales: la crisis económica de 2008, el agotamiento de relatos heroicos en la cultura pop, el capitalismo de vigilancia y la expansión de la guerra permanente tras el 11-S. El relato clásico del progreso –donde la tecnología y el orden conducen a una mejora colectiva–comienza a desmoronarse, dando paso a distopías y ficciones donde el colapso es no sólo posible, sino inevitable.

En el cine, The Road (John Hillcoat, 2009), Contagio (Steven Soderbergh, 2011) o Hijos del Hombre (Alfonso Cuarón, 2006), exploran el derrumbe civilizatorio. En la televisión, The Walking Dead (2010) presenta el apocalipsis zombi como escenario de análisis moral y político. Y en los videojuegos, títulos como Fallout 3 (2008), Metro 2033 (2010), Dead Space (2008) o Spec Ops: The Line (2012) sitúan al jugador en mundos desmoronados, donde cada decisión es ambigua.

Sin embargo, The Last of Us no se limita a reproducir una ambientación decadente. Lo que lo distingue es su voluntad narrativa. El equipo liderado por Druckmann toma como eje el vínculo afectivo entre dos personajes –Joel y Ellie– y lo desarrolla con una estructura dramática propia de un guión cinematográfico. El juego se distancia del modelo de misión-recompensa, típico en el gaming clásico, y prioriza el tono, el ritmo emocional y la verosimilitud del trauma.

La historia transcurre veinte años después del brote inicial del hongo cordyceps. En ese tiempo, la sociedad ha colapsado y en su lugar han surgido zonas de cuarentena militarizadas, milicias insurgentes y comunidades autónomas. No hay estructuras estables, sino formas residuales de organización. El juego no idealiza ninguna: todas están atravesadas por la violencia, el control y la deshumanización. La narrativa se articula entonces como un recorrido a través de los restos de un mundo. Pero no para restaurarlo, sino para entender cómo se sobrevive en su ausencia.

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Bella Ramsey como Ellie en el final de la temporada 2 de The Last of Us

The Last of Us: La distopía como metáfora del mundo actual

Este tipo de relato no aparece en el vacío. Responde a un momento de crisis sostenida de legitimidad institucional. En 2013, la confianza en gobiernos, bancos y medios tradicionales está severamente erosionada. Wikileaks, Edward Snowden, la Primavera Árabe, el movimiento Occupy Wall Street, las protestas contra la austeridad en Europa, las guerras sin fin en Medio Oriente: todos esos eventos componen un clima global de sospecha y fractura. La pandemia en The Last of Us puede leerse como una metáfora de ese malestar: un proceso que comienza con una infección –algo interno, invisible– y se propaga hasta disolver toda forma reconocible de orden.

En términos industriales, Naughty Dog apuesta por un proyecto de alto presupuesto (AAA) con un enfoque narrativo cercano al cine independiente. El juego se lanza sin multijugador como eje principal, con actores reales haciendo captura de movimiento, con guionistas y compositores de prestigio. Esta convergencia entre lenguajes –cine, teatro, música y videojuego– responde a un cambio en el status quo del gaming, que empieza a considerarse como medio legítimo para contar historias complejas.

The Last of Us sintetiza el pesimismo histórico de la época y las posibilidades expresivas del videojuego como medio. La idea de que no hay salvación colectiva, solo vínculos precarios, marca tanto la atmósfera como la estructura: no se trata de ganar, sino de seguir adelante.

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Kaitlyn Dever como Abby Anderson en el episodio 2 de la temporada 2 de The Last of Us

La ética del último día: Decisiones morales en ausencia de mundo

Desde sus orígenes, Star Wars enseñó que toda ficción especulativa es una forma de política. No porque busque ofrecer respuestas ideológicas explícitas, sino porque configura mundos, regula vínculos y define qué cuerpos importan, qué instituciones perduran y qué narrativas sobreviven. En este sentido, The Last of Us se inscribe dentro de ese linaje: su relato no gira en torno a infectados ni catástrofes naturales, sino a las decisiones morales que surgen cuando el orden se derrumba y ya no existe un marco institucional que las legitime.

A diferencia de otras series del género postapocalíptico, no apuesta por una narrativa coral ni la expansión del universo ficcional. Su lógica es cerrada, casi episódica. Cada capítulo actúa como una unidad ética: plantea un dilema, explora sus consecuencias y luego se desvía hacia otro segmento del viaje. El punto de contacto es la relación entre Joel y Ellie, dos sobrevivientes que no comparten el presente ni la biografía, pero sí el duelo. Él ha perdido a su hija Sarah; ella ha crecido sin conocer el mundo antes del colapso. Lo que se construye entre ellos no es una familia, sino un pacto afectivo sin nombre.

Narrativas del fin: The Last of Us en el contexto de las distopías televisivas

En comparación con The Walking Dead –probablemente el producto más emblemático del género postapocalíptico en la televisión contemporánea–, The Last of Us adopta un enfoque diferente. Mientras que The Walking Dead se caracteriza por una multiplicidad de personajes y conflictos extendidos a lo largo de una narrativa episódica que, en ocasiones, se convierte en una espiral de violencia, The Last of Us opta por una mirada más contenida, centrada en lo íntimo, limitando la expansión de su universo narrativo.

Al compararla con Station Eleven, otra distopía televisiva reciente, surgen diferencias claras en tono y estructura. Aquella proponía una narrativa poética, coral y fragmentada, donde el arte servía como sostén de la memoria. The Last of Us, por su parte, desconfía de cualquier forma simbólica. No existen instituciones que valgan la pena, ni discursos capaces de ordenar el caos. Lo único que puede sostenerse es el vínculo que se construye en el tránsito.

The Last of Us está más cerca en espíritu de Hijos del Hombre, una película en la que también se desintegra un mundo, hay un protagonista desgastado y una joven que encarna una posibilidad. Pero aún en esta cercanía existe una diferencia clave en el enfoque: la película de Alfonso Cuarón trabaja en el plano político, con una crítica directa al control estatal, la exclusión y el racismo. The Last of Us, en cambio, se mueve desde lo emocional. Su núcleo no es la lucha contra el fascismo ni la reconstrucción del Estado, sino el dilema de qué estamos dispuestos a hacer para no volver a perder.

Este alcanza su clímax en el episodio final, cuando Joel decide salvar a Ellie sacrificando lo que quedaba del proyecto colectivo. La serie no juzga ni absuelve: simplemente presenta. No busca moralejas ni redenciones. En el desierto moral de la distopía, las decisiones no son ni buenas ni malas, sino necesarias o inevitables.

Otras series, como El Cuento de la Criada y Sweet Tooth, también exploran distintas formas de reorganización social tras el colapso. La primera lo hace desde una alegoría política y feminista explícita, donde los cuerpos son colonizados por el Estado. La segunda, desde un tono más fantástico, con una lectura naif del bien y el mal. The Last of Us se sitúa en una zona más gris, donde ya no existen estructuras que permitan ordenar éticamente el mundo.

En este sentido, la serie es menos una distopía que un drama sobre vínculos. No imagina futuros, sino que trabaja con los restos de lo que quedó. La distopía no es el escenario, sino la condición de posibilidad para pensar qué queda cuando se derrumba todo lo demás.

La primera temporada de The Last of Us no ofrece esperanza ni promesas. Propone una ética cruda, sin adornos, donde el afecto es tanto refugio como amenaza. En ese terreno inestable, el vínculo entre Joel y Ellie no es idealizado: es una construcción ambigua, sostenida por una necesidad más que por un deber. Y esa elección, esa forma de narrar sin redención, es quizás lo que la diferencia del resto.

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Bella Ramsey como Ellie y Pedro Pascal como Joel en The Last of Us

Vínculos en estado de excepción: La relación entre Joel y Ellie

En The Last of Us, la relación entre Joel y Ellie no surge de manera natural ni por mandato narrativo. No es una relación filial, sino una conexión pedagógica, construida a través del tiempo y la repetición de gestos de cuidado. Joel –un hombre marcado por la pérdida de su hija– le transmite a Ellie una forma de habitar el mundo centrada en la supervivencia, la violencia y el sacrificio. Ellie, por su parte, no busca un padre, pero necesita una figura que le permita comprender y nombrar el mundo que la rodea. La ternura entre ambos no se encuentra en gestos explícitos, sino en la lealtad que desarrollan en su convivencia diaria.

Joel le enseña a Ellie a través de la acción, no con palabras: matar para proteger, desconfiar del otro, asumir que el afecto puede convertirse en debilidad si no se convierte en acción. La venganza no es solo un acto violento, sino una lección sobre el mundo. Joel le transmite la idea de que, aunque la justicia no exista, el daño no puede quedar sin respuesta.

El afecto como supervivencia: Pedagogía de la violencia

La violencia no busca equilibrio moral, sino que establece un límite entre lo propio y lo ajeno, entre lo tolerable y lo que exige acción. Ellie internaliza esta lógica, y, al defender a Joel o matar para sobrevivir, lo hace desde esta ética del golpe de vuelta. Sin embargo, la violencia que enfrenta en el episodio de David (The Last of Us temporada 1, episodio 8, When We Are in Need) la transforma. Aquí, Joel ya no puede enseñarle nada más; es Ellie quien debe decidir cómo seguir.

El vínculo entre Joel y Ellie se define por una ética relacional que no es universal, sino que depende del contexto de la relación y los afectos que se han generado entre ellos. Al final de la temporada, Joel sacrifica una posible cura para salvar a Ellie, no por un principio moral, sino por amor. Ellie ya no es una carga ni una misión: es su hija, y si el mundo debe arder por ella, que arda.

Este gesto deja claro que, para Joel, lo importante es la supervivencia de Ellie, no el bienestar colectivo. Esta ética de la venganza y el afecto siembra, sin embargo, el dilema de si una relación sostenida por el dolor y la violencia puede generar algo que no sea más sufrimiento, una pregunta que quedará abierta para la segunda temporada.

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Pedro Pascal como Joel Miller en el episodio 6 de la temporada 2 de The Last of Us

Masculinidad en crisis: Joel Miller como figura de transición

Joel es, en muchos sentidos, una figura de transición en la representación de la masculinidad en contextos de colapso. Su modelo es el de la vieja escuela: proteger, sobrevivir, tomar decisiones sin consultar. Es un hombre que, marcado por la violencia y la pérdida, no exterioriza su dolor ni busca redención.

Sin embargo, Ellie lo obliga a confrontar su sufrimiento y a asumir una vulnerabilidad que rechaza, pero que no puede evitar. En el último episodio, cuando Joel miente para proteger a Ellie, no lo hace porque crea que ella no pueda soportar la verdad, sino porque él no puede soportar perderla. En ese momento, se vuelve frágil y desesperado, casi infantil. Ya no la cuida por paternalismo, sino porque ella es su última posibilidad de afecto.

A diferencia de otras figuras paternas en ficciones, como Rick Grimes en The Walking Dead o Geralt de Rivia en The Witcher, la paternidad de Joel en The Last of Us no busca reconstruir la sociedad ni formar una comunidad. Mientras que Rick intenta crear un futuro para su hijo dentro de un orden social, Joel solo busca proteger a Ellie. No hay un horizonte colectivo en sus acciones; su ética es privada, no política. Por otro lado, Geralt actúa como un guía reflexivo, mientras que la paternidad de Joel es una pedagogía de urgencia: él no enseña, actúa. Su relación con Ellie se define por la necesidad inmediata de sobrevivir, no por un contrato simbólico o un deber reflexivo.

Joel encarna una masculinidad que no es invulnerable, sino marcada por la fragilidad. Su relación con Ellie no es ejemplar, pero sí humana en su complejidad y ambigüedad. No ofrece una lección sobre paternidad, sino que muestra cómo el dolor puede moldear los afectos hasta volverlos irreconocibles. En su vínculo con Ellie, no busca redención ni pretende transformar su visión del mundo; actúa desde un espacio de supervivencia, amor y culpa. Lo que construyen está fundamentado en la violencia, la lealtad y el sacrificio, dejando en claro que, en este mundo postapocalíptico, el afecto no es un refugio de pureza, sino un terreno donde el sufrimiento y la necesidad de sobrevivir prevalecen sobre cualquier otra consideración.

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Pedro Pascal como Joel en el final de la temporada 1 de The Last of Us

La temporada 2 de The Last of Us: La violencia heredada y el colapso emocional

La primera temporada de The Last of Us no concluye con una resolución, sino con una decisión silenciosa: Joel elige a Ellie por encima del mundo y miente. Esa mentira no es un giro narrativo menor; es el acto que condensa la tensión ética, afectiva y política de toda la historia. Es, además, el punto de ruptura que anticipa la segunda temporada.

La pedagogía que Joel le ha transmitido a Ellie –sobrevivir a cualquier costo, vengar el daño, proteger lo que se ama– regresa como una condena. Porque si Joel le enseñó a Ellie que el afecto se defiende con violencia, también debe asumir que esa violencia tiene consecuencias. La segunda temporada desplazará el foco del apocalipsis externo al derrumbe interior de sus protagonistas. Lo que estaba en el centro –el vínculo– se desestabiliza, y la pregunta ya no es cómo sobrevivir, sino si vale la pena hacerlo.

Ellie, que en la primera temporada era aprendiz, se convertirá en sujeto de acción. Es ella quien tomará decisiones, quien asumirá la ética de Joel, pero llevándola a un extremo que ni siquiera él pudo haber imaginado. La venganza ya no será una respuesta: será un modo de existir. En ese desplazamiento, la serie rompe con la lógica tradicional del héroe: no hay redención, no hay equilibrio, no hay justicia. Solo quedan restos, trauma y la imposibilidad de volver atrás.

La temporada 2 de The Last of Us, entonces, no vendrá a cerrar la historia, sino a cuestionarla. ¿Qué tipo de vínculo se puede sostener cuando ha sido fundado sobre una mentira? ¿Qué significa amar a alguien si ese amor destruye todo lo demás? ¿Hasta qué punto la violencia heredada puede ser habitada sin volverse irreconocible?

Si la primera temporada fue un relato sobre cómo el afecto puede sobrevivir al colapso, la segunda promete ser un relato sobre cómo ese afecto también puede destruir. Y en esa contradicción reside la verdadera potencia de The Last of Us: no en mostrar el fin del mundo, sino en revelar que lo verdaderamente devastador no es el apocalipsis, sino lo que hacemos con lo que queda.

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