Star Wars siempre fue política. Desde su origen en 1977, la saga se planteó como una fábula sobre el poder, la tiranía, la resistencia y las guerras de ocupación. La Alianza Rebelde no lucha contra el crimen, sino contra un régimen imperial; la República cae no por enemigos externos, sino por la corrupción interna y el autoritarismo institucional. Aun cuando recurra a la estética del western o al mito del héroe, el centro narrativo de Star Wars es la disputa por el orden político.
Rogue One (2016), también escrita por Tony Gilroy, fue la primera señal de giro. Su aparición no fue neutra: se estrena en pleno ascenso de Donald Trump, en un contexto de xenofobia institucionalizada, muros fronterizos y discursos de odio legitimados desde el poder. La película recupera una dimensión política más cruda, con personajes dispuestos a morir por una causa que ya no aparece como romántica, sino como necesaria. No hay redención individual ni celebración: hay sacrificio y estrategia.
Andor profundiza esa línea. Se estrena en 2022 como otra anomalía dentro del universo Star Wars. Desarrollada por Gilroy, la serie prescinde deliberadamente del imaginario tradicional de la franquicia: no hay Jedis, no hay referencias constantes al linaje Skywalker, no hay nostalgia como motor narrativo. Esta decisión responde a un diagnóstico claro: el agotamiento del fan service como estrategia de expansión y la necesidad de volver a pensar el universo Star Wars desde una clave contemporánea.
El contexto histórico de Andor
El momento histórico también incide. Andor se produce en un contexto de crisis global: ascenso de la ultraderecha a nivel mundial, protestas masivas en múltiples regiones, vigilancia digital, guerras por recursos. La serie traslada esos temas a su universo sin alegorías abstractas. El Imperio ya no es solo una figura del mal absoluto: es una administración tecnocrática y brutal. La rebelión no es un ideal puro, sino una red discontinua y contradictoria de actores que luchan desde abajo. Así, Cassian funciona como sujeto de síntesis: no representa un símbolo, sino una trayectoria posible.
Andor revierte así el corrimiento político que sufrió la saga durante décadas. No solo recupera el conflicto político como núcleo narrativo, sino que lo baja al terreno de lo concreto: clases sociales, estructuras represivas, redes de resistencia, trabajo, cárcel, clandestinidad. Cassian Andor no es un héroe en sentido clásico. No es elegido, no tiene poderes, no proviene de una familia ilustre. Es un sujeto común atravesado por el poder. Su transformación en combatiente rebelde no responde a una épica predestinada, sino a un proceso de politización forjado en la experiencia: el despojo, la persecución, la pérdida. Andor propone, así, una pregunta clave: ¿cómo se construye un revolucionario?
La temporada 1 de Andor: La construcción política de Cassian
La construcción del personaje de Cassian Andor responde a una lógica progresiva, sin atajos narrativos ni revelaciones trascendentales. No hay mentor, destino ni herencia mística. Hay experiencia acumulada. Cada acción responde a un contexto, cada decisión se construye sobre la anterior. La primera temporada de Andor se organiza en tres bloques narrativos –Ferrix, Aldhani, Narkina 5– que funcionan como momentos de ruptura, aprendizaje y desplazamiento ideológico. No son sólo escenarios, son etapas de un proceso político.
En Ferrix, Cassian Andor es un sujeto marginal que opera en los bordes del sistema. No tiene afiliaciones, ni objetivos emancipatorios. Su vínculo con la violencia está mediado por la urgencia: huir, conseguir dinero, sobrevivir. El asesinato de dos agentes de seguridad no lo politiza, pero lo empuja fuera del espacio de la indiferencia. La represión posterior, en cambio, le revela algo más profundo: que el aparato represivo no castiga lo individual, sino que utiliza la sanción colectiva como forma de disciplinamiento social. Ferrix no es solo el lugar del conflicto inicial, es el espacio donde Cassian aprende que la violencia del sistema no es excepcional, sino estructural.
En Aldhani, la distancia entre Cassian Andor y la causa rebelde se explicita: acepta participar en el operativo a cambio de dinero. No cree en nada, ni en nadie. Pero ese cinismo inicial se erosiona a medida que el plan se concreta y la brutalidad estatal se intensifica.
La masacre que sigue al robo imperial funciona como catalizador: la violencia ya no es abstracta, ni lejana. La respuesta del Imperio no apunta a restaurar el orden, sino a ejemplificar. El poder no reacciona ante símbolos ni consignas, sino ante actos. Y los castiga con métodos que anulan toda pretensión de justicia. La experiencia de Aldhani introduce a Cassian en un plano donde la política no es una postura ideológica, sino una disputa concreta por los cuerpos, los territorios y los recursos.
En la temporada 1 de Andor, el arco carcelario en Narkina 5 marca el punto de inflexión. La prisión no se presenta como una institución correctiva, sino como un engranaje de explotación sistemática. Los detenidos no expían culpas, producen bienes. Trabajan bajo vigilancia permanente, con turnos cronometrados y castigos físicos por ineficiencia. La lógica del encierro no busca rehabilitar, sino extraer valor. Así, la resistencia no puede ser individual. El escape se convierte en una operación colectiva que requiere organización, coordinación y renuncia. Cassian ya no actúa por supervivencia: piensa estructuralmente, asume riesgos por otros, imagina una salida común. Lo que comienza como encierro termina como insurrección.
Cassian Andor y la figura del revolucionario en la cultura pop
Esta progresión –de sujeto aislado a actor político– puede pensarse en diálogo con otras figuras de la cultura pop que atraviesan procesos similares. V (V for Vendetta), también emerge de la experiencia del encierro y actúa contra un régimen totalitario. Pero su accionar es programático y solitario; su identidad está disuelta en el símbolo. Katniss Everdeen (Los Juegos del Hambre), es arrastrada a una revolución que la supera. Su imagen es instrumentalizada, su figura convertida en emblema. En ambos casos, la politización está mediada por la excepcionalidad: V como mártir, Katniss como símbolo.
Cassian Andor, en cambio, es opaco. No representa, no lidera, no se ofrece como figura. Su radicalización no lo eleva, lo vincula. Su valor político no está en su capacidad de inspirar, sino en su voluntad de integrarse a una red.
En ese sentido, se aproxima a personajes como Caleb Nichols en Westworld, un exsoldado precarizado cuya trayectoria no está marcada por una revelación heroica, sino por una toma de conciencia progresiva frente a un sistema que lo explota y descarta. Como Cassian, Caleb no nace politizado, sino que es empujado por las condiciones materiales de su vida: trabajo informal, vigilancia algorítmica, violencia estructural. Ambos atraviesan procesos de subjetivación política desde la experiencia y no desde la excepcionalidad. No actúan como símbolos, sino como engranajes que aprenden a sabotear el sistema desde adentro. La revolución, en estos casos, no es una promesa idealista, sino una necesidad concreta.
La temporada 2 de Andor: Cómo se organiza la rebelión
Si Rogue One sellaba el destino de Cassian en el clímax del sacrificio, Andor se detiene en el proceso que lleva hasta ese punto. La serie no reproduce la épica rebelde: la descompone. La revolución, para Cassian, no es un acto de fe ni una gesta colectiva, sino un recorrido lento, atravesado por ambivalencias, contradicciones y gestos mínimos. Su historia no es la del héroe clásico, sino la de un sujeto politizado. No hay gloria, hay conciencia.
El inicio de la temporada 2 de Andor lo encuentra en un nuevo punto de inflexión. Ya no es un fugitivo ni un eslabón circunstancial. Es un militante que ha asumido plenamente la causa. Su subjetividad ya no se define por la huida, sino por la entrega a un proyecto colectivo de liberación. La muerte dejó de ser una posibilidad para convertirse en horizonte. La clandestinidad ya no es un refugio: es forma de vida.
La narrativa de la segunda entrega no gira en torno a la conversión individual, sino a la praxis política. La pregunta ya no es cómo se forma un revolucionario, sino cómo se organiza una rebelión. Ese paso de la politización a la acción implica otros desafíos: tensiones estratégicas, disidencias internas, dilemas éticos que exceden el binarismo moral.
Si la temporada 1 de Andor fue el relato de un sujeto que descubría el poder y sus efectos, la segunda se perfila como el retrato de un movimiento que aprende a disputar ese poder. La figura de Cassian encarna una posibilidad: la de una política sin excepcionalidad, sostenida en la perseverancia. Una política que entiende que la guerra –cuando es justa– no es caos, sino ruptura necesaria.
En ese recorrido, Andor se articula con Rogue One desde la diferencia. La película muestra el resultado: el sacrificio final, la épica colectiva, la victoria parcial. La serie, en cambio, se concentra en el proceso: la formación de una conciencia, el desgaste cotidiano, la acción política como acumulación. La épica existe, pero no es punto de partida, sino de llegada. La revolución, lejos del mito, es una práctica sostenida.
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