Poco después del estreno de Superman (2025), dirigida por James Gunn, estallaron en redes sociales –y luego en medios mainstream– diversas acusaciones de antisemitismo. La escena en cuestión muestra a un ejército armado que somete a una país de campesinos racializados, en un claro gesto visual que remite al sur global. La interpretación inmediata de algunas voces fue la de una alusión encubierta al conflicto entre Israel y Palestina, con Superman –blanco, occidental, con el puño cargado de justicia unilateral– interviniendo contra un supuesto Estado colonialista, lo que fue leído por sectores conservadores como una “peligrosa alegoría” pro-palestina.
La acusación, sin embargo, revela más sobre los nervios expuestos de la actualidad geopolítica que sobre las intenciones reales de Gunn. Porque si algo evidencia la película es la total falta de conciencia política. James Gunn no toma partido, no denuncia, no construye una lectura sofisticada del conflicto israelí-palestino. Más bien, intenta capitalizar emocionalmente una estética reconocible del sufrimiento: pueblos pobres, armas pesadas, cuerpos marrones y una fuerza superior que llega desde el cielo. No hay aquí una toma de posición ética, sino un uso oportunista del dolor humano como decorado emocional. Superman no representa al pueblo oprimido. Representa al salvador externo, al músculo moral de Occidente que decide cuándo intervenir.

Superman 2025: Cine y complicidad
El cine, especialmente el cine de superhéroes, no es inocente. Opera sobre imaginarios colectivos, sobre símbolos culturales compartidos. Y en el contexto actual, con una masacre transmitida en vivo desde Gaza, donde más de 30 mil civiles han sido asesinados por las fuerzas de defensa de Israel, el uso de imágenes de pueblos bombardeados, de madres que corren con sus hijos entre ruinas, no puede presentarse como un simple gesto estético.
Vale aclarar, además, que Superman 2025 fue filmada antes de los ataques de Hamas del 7 de octubre de 2023. Ataques que merecen una condena inequívoca: el asesinato de civiles jamás puede justificarse, y el fundamentalismo reaccionario de Hamas no representa al pueblo palestino, sino que lo somete, lo instrumentaliza y lo usa como escudo humano. Pero ninguna atrocidad cometida por Hamas justifica el castigo colectivo, la limpieza étnica, el exterminio sistemático que Israel ha desatado sobre Gaza con total impunidad. Y que buena parte del mundo asiste a esa masacre en tiempo real, como si fuera un espectáculo bélico, amplifica el escándalo ético y político de nuestro tiempo.
Desde hace décadas, el cine ha retratado con notable profundidad el horror del Holocausto. La Lista de Schindler, El Pianista, Shoah, La Zona de Interés, La Carga Más Preciada –por nombrar apenas algunas– son películas que han logrado conmover, educar y construir una conciencia colectiva sobre el sufrimiento del pueblo judío bajo el nazismo. Se trata de cientos de producciones, desde dramas históricos hasta documentales y ficciones premiadas, que hicieron de la Shoah una tragedia central en la memoria audiovisual del siglo XX. La industria cinematográfica estadounidense ha sabido condenar, con razón, la barbarie nazi, exaltando la figura del “nunca más” como fundamento ético y político.
Sin embargo, esa misma sensibilidad ha fallado –y sigue fallando– al momento de abordar el sufrimiento palestino. En más de 70 años de ocupación, desplazamiento forzado y violencia sistemática, casi ningún gran estudio ha producido una película que visibilice el drama de los millones de refugiados, las masacres en Gaza, los asesinatos de periodistas, las demoliciones de viviendas, el apartheid institucionalizado. El dolor palestino ha sido silenciado, cuando no caricaturizado. Y en ese vacío, cada intento de representarlo –por torpe o accidental que sea– se convierte en blanco de acusaciones de antisemitismo.

Superman en Gaza: La estética del dolor
La diferencia es abismal: mientras el Holocausto es recordado, narrado y representado una y otra vez como la gran tragedia moral de Occidente, el genocidio palestino es ocultado, relativizado, negado. No hay épica del sobreviviente, no hay “nunca más”, no hay Steven Spielberg para Palestina. Y sin embargo, lo estamos viendo. Asistimos, en tiempo real, a la destrucción sistemática de un pueblo, transmitida en vivo y comentada en redes como si fuera una controversia más. La banalidad del mal ha sido reemplazada por su estética digital.
Israel lleva adelante, con la complicidad explícita de Estados Unidos, una política de ocupación, desplazamiento y exterminio. La ONU ha denunciado sistemáticamente la violencia sobre la población palestina, aunque su accionar ha sido tibio e ineficaz. El sistema internacional ha normalizado el genocidio bajo el eufemismo de la “autodefensa israelí”.
Pero lo cierto es que el Estado de Israel cumple una función estratégica para los intereses geopolíticos y económicos de Washington. No se trata solo de afinidad ideológica o lobby político: Israel funciona como base de operaciones, como enclave occidentalizado en una región clave para el comercio mundial, el control del petróleo, la vigilancia tecnológica y la contención de los movimientos sociales árabes. Dominar Oriente Medio no es una cruzada moral: es un negocio.

Superman 2025: Palestina y la denuncia selectiva
En ese marco, que Superman 2025 intervenga en una situación que visualmente se asemeja a Palestina, pero lo haga desde un lugar de superioridad, sin reconocer los matices del conflicto, sin nombrar ni señalar, transforma cualquier posible intención progresista en puro marketing emocional. El problema no es que la escena sea “pro-palestina” –no lo es–, sino que convierte un genocidio real en escenografía. Utiliza el lenguaje de la injusticia para movilizar al espectador, sin ningún compromiso con la verdad. En vez de denunciar, se vuelve estética. En vez de tomar posición, comercializa.
Y en ese vacío, las acusaciones de antisemitismo de Superman 2025 operan como distracción: desplazan la conversación desde el genocidio en curso hacia una presunta “ofensa” simbólica. Así, lo que debería ser un debate sobre la complicidad del cine con la ideología imperialista se transforma en una pelea sobre sensibilidad herida. Una sensibilidad, cabe decir, que responde a jerarquías políticas, no a principios éticos universales.
En tiempos donde las imágenes importan, y donde el silencio equivale a complicidad, el cine que no se atreve a denunciar debería, al menos, abstenerse de explotar el sufrimiento ajeno. Porque el dolor no es decorado, y la neutralidad frente al horror no es una posición intermedia: es una forma de consentimiento.
 
				 
								


